Claridad vocal frente a oscuridad escénica
«Lucia di Lammermoor». Lisette Oropesa, Javier Camarena, Artur Rucinski, Roberto Tagliavini, Yijie Shi, Marina Pinchuk, Alejandro del Cerro. David Alden. Daniel Oren. Teatro Real, Madrid, 22 de junio de 2018.
La gran triunfadora de la noche ha sido la joven norteamericana de Nueva Ortleans Lisette Oropesa, a quien recordamos en «Rigoletto». Su voz, de lírico-ligera, con cuerpo y apreciable densidad se ha plegado a la perfección a las exigencias de la parte, que ha cantado en los tonos que la tradición ha impuesto. Hemos podido saborear toda la carne lírico-dramática que atesora la romántica partitura, que nació en 1835, al calor de la atmósfera enrarecida de Walter Scott. El libretista Salvatore Cammarano realizó un planteamiento de notable virulencia, de claro apremio; una imparable y sucinta relación de hechos a la que Donizetti supo revestir con suma destreza de una música sencilla pero provista de unos valores casi táctiles, de una plástica y de un poder evocativo innegables.
Oropesa posee un timbre de tonos melosos, una igualdad de registros sorprendente, un apreciable volumen, una extensión muy importante. Sus agudos son cristalinos, con algún mi bemol tirante y esforzado. Fila, liga y regula con limpieza y ofrece una imagen transida y convincente de la desgraciada criatura. Bordó «Quando rapito in estasi» y la famosa aria de la locura. A su lado triunfó también Javier Camarena, que mostró su magnífica técnica emisora, su penetración en la zona superior. Ligero pero consistente, restallante y timbrado (con un lejano recuerdo al jovencísimo Di Sefano). Conoce los mecanismos reguladores y ataca «sul fiato» sin un solo pestañeo. Quizá a su voz le falte algo de cuerpo para la gran escena del acto II.
El barítono Rucinski, de noble pasta lírica, evidenció dominio de medios y buen fraseo, exhibiéndose en algunos agudos (no escritos) para la galería. En las notas de paso estrecha en exceso. Sobrio y serio Tagliavini, un punto falto de redondez, que cantó, bien, más de lo habitual al ofrecerse la partitura aparentemente íntegra. Aceptable el «sposino» de Shi, bien la Alisa de Pinchuk y eficaz el Normanno de Del Cerro, convertido en malévolo secretario por mor de la fantasía de Alden, que sitúa la acción en un oscuro, fantasmagórico y terrorífico siglo XIX. Todos ellos fueron diestramente acompañados y sostenidos por el artesanal, seguro y afirmativo Daniel Oren, que ató, concertó con sapiencia y fraseó con elocuencia, aunque sin el refinamiento poético de tantos pasajes, apoyado en una orquesta muy sólida y en un coro sobrio, recio y contundente, capaz de practicar reguladores de excelente calidad.
Alden pone en práctica no pocas ocurrencias que no siempre ayudan a explicar una trama en realidad bastante simple y que él complica no poco. Aquí se insinúa con claridad une relación incestuosa entre Lucia y su hermano, uno y otro con el síndrome de Peter Pan (hay juguetes, muñecas, una cuna omnipresente). Casi toda la representación, desarrollada en interiores de una casona en ruinas, con ángulos cambiantes e imposibles, aparece presidida por un pequeño escenario en el que tienen lugar algunas de las escenas más significativas, como la presentación de Edgardo -vestido, ucrónicamente, como Rob-Roy, espada en ristre- o el aria de la locura. «Extensión abstracta de un mundo asfixiante», define Matabosch, director artístico del Teatro. Todo se da la vuelta en la secuencia final, en la que vemos el tinglado desde la parte de atrás. Los subrayados, algunos muy evidentes, son continuos y no siempre necesarios. Hay detalles chuscos, como la borrachera de Enrico y sus hombres, que no pintan nada en ese momento, durante dúo de la torre con Edgardo.