El estigma nazi de Wagner
No hay mejor manera de celebrar a un compositor que escuchando su música. Lo saben en medio planeta y también en Bayreuth, ciudad consagrada a la memoria de Richard Wagner y que cada año desde la inauguración del festival, hace 102, dedica íntegra su programación a la producción del alemán. No obstante, Katharina, bisnieta del autor de «Lohengrin» quiere que la efeméride no pase desapercibida y a los fastos organizados en Alemania ha sumado una noticia bomba: entregará en breve al Estado regional de Baviera documentos familiares para aclarar de una vez por todas el polémico pasado del músico, vinculado al nazismo y a la figura del Führer. Según publica el diario «Tagesspiegel», la joven valkiria de 34 años y directora del festival de la verde colina puso a disposición de un historiador y un periodista en 2010 dichos papeles, pero de poco le sirvió, de ahí que haya querido que sea una institución pública quien se haga cargo del legado familiar. La sombra del pasado es excesivamente alargada y ella lo sabe muy bien. Sin ir más lejos, a la conflictiva relación que une a los miembros de la familia (las rencillas y disputas son permanentes y han sido aireadas en los medios) se añade una polémica que adereza casi cada edición del veterano encuentro musical. Desde que los dos hijos del compositor, Wolfgang y Wieland, asumieron la dirección, se intentó alejar cuidadosamente el certamen de esa imagen. Sin embargo, el empeño ha sido imposible de lograr. El año pasado, un tatuaje desató las alarmas. Era el que lucía en su pecho el barítono ruso Evgene Nikitin. A pesar de que lo había borrado, se intuían aún en la piel restos de su simbología nazi con la que el cantante había coqueteado en sus tiempos de mocedad. Lo mejor, apearle del papel, medida que se tomó in extremis a pocas horas de que la edición 101 arrancase con «El holandés errante», que abría el certamen. La joven y actual directora se apresuró a decir: «No tenemos ningún secreto nazi escondido» y zanjó así la posible controversia. Muerto el perro, seacabó la rabia.Sí, pero, ¿hasta cuándo?
El «tío lobo»
Aunque han pasado doscientos años ya, la herida de un pasado unido a la ideología nacionalsocialista sigue abierta. La desaforada pasión que sintió Adolf Hitler por Wagner ha pesado como un lastre hasta el punto de estigmatizar la trayectoria artística del compositor. Que el Führer adoraba en extremo su música es un hecho innegable y comprobable, pero que no se puede hacer extensible a algunos de sus más estrechos colaboradores. En «La familia Wagner» (Juventud), de Brigitte Haman, leemos: «La devoción de Hitler por Wagner no forma parte, en absoluto, de la ideología nazi. Sólo él, no el Partido, se convirtió en protector de su obra. Se cuentan grandes opositores, como Alfred Rosenberg o incluso Goebbels y Göring, por no mencionar a Julius Streicher y a no pocas organizaciones nacionalsocialistas», se puede leer en la página 196. En 1933 es el propio Hitler quien salva el festival (sufragaría su organización a través de la asociación «A la Fuerza a través de la Alegría»), a punto del naufragio, con una inyección económica: la compra de miles de entradas y la promesa de que estará presente en Bayreuth (lo que propició una estampida de wagnerianos judíos y demás eruditos musicales no simpatizantes con el régimen). Desde ese momento, la gratitud de Winifred Williams-Klindworth (1897-1980), viuda de Siegfried, hijo del músico, será eterna. Para sus hijos se convertirá en una figura cercana, un hombre entrañable al que admiran y respetan y que incluso llaman cariñosamente «tío lobo». A él se dedicará en alma y cuerpo su madre, como lo explica Jonathan Carr en el imprescindible «El clan Wagner», un volumen de lectura obligada para comprender los entresijos (y muchísimo más) de esta tronada estirpe.En marzo de 1934 y con motivo de la colocación de la primera piedra de un monumento dedicado a Wagner, Hitler dice en su alocución retransmitida por la radio y dirigida a Winifred: «Con la más sincera y solemne promesa de honrar los deseos y la voluntad del maestro, de cuidar su obra inmortal de eterna belleza y también de incorporar a las futuras generaciones de nuestro pueblo al maravilloso mundo de este gigantesco poeta de los sonidos».
Doscientos años después, todo se ha transformado para que nada cambie. Y si no, que se lo pregunten a los atónitos espectadores de la Ópera de Dusseldorf. «¿Qué pintan estos nazis en "Tannhauser"?», se preguntaba días atrás la crítica local tras ver el nuevo montaje de Burkhard Kosminski. El director de escena se estrenaba como regista y tenía la pretensión de que su trabajo no pasara desapercibido. Efectivamente fue así. Nada más levantarse el telón, el público se quedó estupefacto ante lo que estaba viendo: pequeñas campanas de cristal en las que entraba un humo que hacía desmayar a sus ocupantes. «¿No está aún demasiado reciente la historia de las cámaras de gas como para que alguien se permita jugar con ello?», era otra de las cuestiones que se esgrimían desde otro medio de la ciudad alemana. «Nunca pretendí ridiculizar a las víctimas del Holocausto. Realmente me preocupa lo que haya podido pensar la comunidad judía. Me hubiera gustado poder hablar con ellos», declaraba el regista de 51 años a un medio alemán. Kosminski quiso dejar claro que había entregado la producción diez meses antes de su estreno: «La dirección conocía el montaje y se me pidió que hiciera un par de retoques en el sentido de acortar alguna de las escenas, a lo que no me negué», comenta, y va un paso más allá al asegurar que no entendía la reacción que había tenido el intendente del teatro de ópera: «Me quedé sin palabras. Suprimir las representaciones es un acto de censura. Ése es el verdadero escándalo». Sea como fuere, la ópera en versión escénica duró seis días en cartel y se transformó en versión de concierto para evitar controversias y males mayores. Desmayos, protestas, abucheos y una desbandada en masa. Es el penúltimo «affaire» que rodea a Richard Wagner.