La obra de arte total
Vivió en un caldo de cultivo adecuado para que un artista curioso y rompedor iniciara, al principio siguiendo las pautas imperantes, una ardua y paulatina labor de síntesis, en una senda en la que la elección tenía permanente valor y en la que, sin embargo, nunca se eliminaron por completo las señas de identidad de las herencias o influencias, eso sí, sabia y originalmente trabajadas. Carl Dahlhaus establecía en su día que la carrera de Wagner teutón se había iniciado a partir de la estilística asimilación que suponía la alternativa influencia de la ópera romántica alemana, el bel canto italiano y la opéra comique y la grand opéra francesas.
A lo largo de su camino Wagner alcanzaría la maestría absoluta en el dominio de la armonía y orquestación, lo que se comienza a percibir ya desde «El holandés errante» (1840-41) y se va marcando posteriormente con «Tannhäuser» (1843-45 y varias revisiones posteriores), «Lohengrin» (1846-48) y, con toda evidencia en la «Tetralogía», «Los maestros cantores», «Tristán e Isolda» y «Parsifal». La ambigüedad tonal, con servicio a un exacerbado cromatismo, y el uso de cadencias interrumpidas y complejas agregaciones de acordes, junto al empleo del «leitmotiv» o motivo conductor, proporciona un «continuum» que es uno de los valores máximos del autor. La orquesta lleva el protagonismo y sostiene a la voz, frecuentemente en línea de recitado y arioso y, más raramente –por no decir nunca y desde luego no de modo estricto– en planteamiento formal de aria al viejo estilo. Todos estos hallazgos y los relativos al tratamiento de la voz, con la creación de nuevos tipos de cantantes, de índole dramática (soprano, «Heldentenor», «Heldenbariton»), corrieron en paralelo con la construcción de lo que el compositor llamaba «Gesamtkunstwerk» (obra de arte total), un precipitado en el que se integraban artes diversas: música, escena, ballet, mímica, pintura, escultura, arquitectura... y poesía. Porque Wagner siempre tuvo aspiraciones literarias y las trasladó a los libretos de sus óperas, ricos en simbolismos y aliteraciones, con frecuencia basados en fuentes mitológicas y pararreligiosas, portadores de un lenguaje que hoy puede parecer fatigoso y repetitivo, pero ideal para que sobre él se edificaran originales formas musicales. Las ideas del compositor, en su juventud metido en fregados revolucionarios, bordeaban con frecuencia territorios peligrosos y solían ser a menudo contradictorias. Su declarado antisemitismo –aunque al respecto hay teorías– y su anhelo de perfeccionar la raza encontraron lamentablemente una ancha vía de desarrollo y deformación en las doctrinas nazis.