Nicanor Parra

Nicanor Parra, el último verso libre

Revolucionó el lenguaje de los versos desafiando la tradición con el más crudo lenguaje cotidiano, en su obra se unen el realismo y el surrealismo

Fotografía de archivo fechada el 8 de agosto de 2001 del escritor chileno Nicanor Parra. EFE/Mario Ruiz/ARCHIVO
Fotografía de archivo fechada el 8 de agosto de 2001 del escritor chileno Nicanor Parra. EFE/Mario Ruiz/ARCHIVOlarazon

Revolucionó el lenguaje de los versos desafiando la tradición con el más crudo lenguaje cotidiano, en su obra se unen el realismo y el surrealismo.

El que sea valiente, dijo alguna vez Roberto Bolaño (que afirmaba seguirlo en todo), que siga a Parra. El escritor chileno, estaba claro, sabía de lo que habla: tenía la convicción de que la poesía de Parra, pasase lo que pasase, estaba destinada a pervivir. Eso sí: siempre y cuando hubiera poetas valientes, lectores, interlocutores capaces de ir más allá de la poesía de biblioteca y monólogo y fomenten, como proponía Nicanor Parra, una poesía que se parezca más al parlamento de un diálogo. Nacido en septiembre de 1914 en San Fabián de Alico, un pueblo recostado sobre la cordillera de los Andes, Nicanor Parra fue el hermano mayor de una nutrida familia (eran ocho hermanos, entre Violeta y Roberto, que fueron cantautores) compuesta por un padre que trabajaba como maestro y por una madre que se dedicaba al tejido y que aficionó a sus hijos en el canto y la cultura folclórica. Tras una infancia un poco nómada (la familia tuvo que mudarse de un pueblo a otro, siguiendo el destino laboral del padre, que además de maestro podía trabajar como vigilante o inspector de tranvías) en 1927 se instalaron en Chillán, donde se nutrió del espíritu estudiantil de entonces. Cursó el Instituto y, al mismo tiempo, comenzó a escribir sus primeros versos, sin otras brújulas que la lectura de los poetas modernistas, de las liras populares y de todo aquello donde el lenguaje fuera algo vivo.

Sin dinero, sin nada

Animado por su vocación de poeta, en 1932 se fue de la casa de sus padres con destino a Santiago. Llegó sin dinero, sin medios de subsistencia, y sin otro propósito que ingresar en la Escuela de Carabineros. No obstante, gracias a una beca, canjeó su deseo de ser carabinero por un año más de estudio en un internado, donde, entre otras cosas, comenzó a gestar su arte poética: la antipoesía. «En 1932 llegué a un colegio chileno tradicional en Santiago que se llamaba Internado Nacional Barros Arana, proveniente del sur de Chile, con los papeles académicos en orden y bien adaptado a la enseñanza media, y rápidamente me di cuenta de que en ese colegio había problemas por resolver –recordó en una entrevista con la revista «Minerva»–. En el Barros Arana las cosas se planteaban en términos muy categóricos, y yo pertenecía a un grupo muy reducido que no era bien visto por la totalidad del estudiantado de esa época, ya que había llegado a un reducto espartano –un colegio de deportistas– proveniente de otro ateniense: de la provincia poética y filosófica. El Barros Arana era campeón en baloncesto, en natación, en fútbol, en tenis, en todo lo imaginable. De manera que el grupúsculo chiquitísimo al que yo me adscribí, el de los poetas y filósofos, estaba en ínfima minoría. No me atrevo a repetir la expresión corporal con que nos recibían, pero sí sus palabras: ahí vienen –decían– los poetas y los filósofos».

Poeta y filósofo, en 1933, en cualquier caso, ingresó en Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile para estudiar Matemáticas y Física. La poesía, sin embargo, no dejó de interesarle. Así, en 1935, junto a unos colegas del internado fundó la «Revista Nueva». Allí publicó sus primeros textos, como el anticuento titulado «Gato en el camino», y empezó a pergeñar, poco a poco, tras zambullirse en la obra de poetas chilenos y españoles contemporáneos, en traducciones de los surrealistas franceses y en otras vanguardias europeas, su idea de la antipoesía.

«Llegué a una perogrullada, en realidad a una perogrullada aparente, ya que cuando se la vive en carne propia, deja de serlo –le contó Nicanor Parra a Mario Benedetti–. Esa perogrullada es la siguiente: poesía es vida en palabras. Me pareció que ésa era la única definición de poesía que podía abarcar todos las formas posibles de poesía. Entonces me di a la tarea de producir una obra literaria que satisficiera también esta definición, y resultó que mientras más trabajaba, más me interesaba en la palabra vida, y ésta llegó a interesarme mucho más que la propia poesía. Y resultó que la poesía, tal como se la practicaba, en cierta forma divergía de lo que podemos llamar la noción de vida. Partía solamente de ella, pero no volvía. Todavía no se hablaba del antipoema. Crear vida en palabras: realmente eso es lo que me pareció que tenía que ser la poesía». Así, mientras trabajaba como profesor de matemáticas en liceos de Santiago, en 1938 se estrenó como poeta con «Cancionero sin nombre», un libro que recibió el Premio Municipal de Poesía, otorgado por la Municipalidad de Santiago, y que le fue entregado por Gabriela Mistral. Pese a haber recibido el Premio Municipal, prefirió irse un tiempo de Chile. Estuvo en Estados Unidos haciendo un posgrado en mecánica avanzada en la Universidad Brown, y dos años en Oxford, dedicado al estudio de cosmología.

En 1951, de regreso en Chile, recién casado con Inga Palmen, y empapado de las experiencias que había tenido en Estados Unidos y en Inglaterra, del encuentro con otras culturas, fue escribiendo sus «antipoemas», reunidos en «Poemas y antipoemas» en 1954, un concepto irreverente con el cual se oponía a la poesía suntuosa de la tríada formada por Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha y se mostraba a favor de una poesía que fuera nada más que la vida en palabras.

Estudiar la cosmología

A partir de esta obra y esta nueva manera de entender la poesía, hecha de expresiones coloquiales, que persiguen tanto la desmitificación del propio yo como el rechazo de la poesía altiva, «de gafas oscuras y sombrero alón», mostraron que podía hacerse una poesía que no fuera hecha en gabinetes de escritores, sino por poetas que exaltaran el colorido interminable del habla cotidiana. A partir de entonces, Nicanor Parra comenzó una intensa actividad literaria que lo llevó a publicar obras maestras, como «Artefactos» y «Ecopoemas», y a ser reconocido no solo en el habla hispana, sino también en el ámbito anglosajón. Doctor Honoris Causa por la Universidad de Brown en 1991, ese mismo año recibió el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. En 2001 fue distinguido con el Premio Reina Sofía y, en 2011, con el Cervantes. Como señaló Julio Ortega, «ante la falta de explicaciones o la mentira de ellas, la antipoesía es el más vivo documento de la capacidad de sobrevivencia del sujeto hispanoamericano en esta modernidad desigual». La influencia de Parra en la poesía latinoamericana, en ese sentido, es central. No tanto porque su poesía sea una señal de estilo, sino por su actitud hacia la palabra, hacia la vida.