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Nostalgia del terror erótico

Su creador, Forrest J. Ackerman, intentó poner los cimientos de un cómic de miedo, pero el resultado fue un ídolo pop con regusto feminista.
larazon

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Su creador, Forrest J. Ackerman, intentó poner los cimientos de un cómic de miedo, pero el resultado fue un ídolo pop con regusto feminista.
Una de las bases del cómic podría ser aquel dicho que reza: «Una imagen vale más que mil palabras». Hay quien busca los orígenes de la historieta en los iluminados medievales y hasta en los jeroglíficos egipcios, porque el Antiguo Egipto es una civilización que en ocasiones parece inabarcable y que es la única, desde luego, en la que cabe casi de todo, desde los faraones y las pirámides a las maldiciones que sellan las tumbas y los extraterrestres. Al hablar del cómic se pasa por alto dos aspectos esenciales: la irrupción de la Prensa, donde los dibujantes se soltaron y fueron ganando público, y la cultura popular, comenzando por Mickey Mouse y siguiendo por la Coca Cola, y que en general es definitiva.
En 1969, en aquel incendio de libertades que enarboló la bandera de la «paz, el amor y el drogas» –un lema que hace sonrojar a cualquiera si se le compara con el que proclamaban los parisinos durante la Revolución francesa: «Libertad, igualdad y fraternidad»–, salió a la luz «Vampirella», que es una mezcla de mito erótico, fantasía punkie (aunque todavía era pronto para el punk) y rebeldía juvenil y travesura escolar. A nadie le debía extrañar que en esa década de liberaciones saltara un personaje de estas medidas, tanto físicas como morales, porque lo de este carácter se mueve en esa intersección que es la seducción, las viñetas para adolescentes, las tramas descerebradas y el mero infantilismo. En definitiva, una genialidad. Un producto diseñado para asaltar la banca del éxito, y conseguirlo, que no es poco, y, de paso, provocar delirios en los «teenagers» despistados.
Una chica de Drakulon
El argumento de su existencia roza el puro sonrojo, aunque por otro lado no tiene precio leerla: la chica resulta que es una extraterrestre, una habitante de un planeta llamado Drakulon donde viven distintas razas de vampiro. En una especie de carestía de hemoglobina, descubren que allí lejos, perdidos en medio del universo, existen unos seres insignificantes (en eso acertaban) llamados hombres que tienen sangre en las venas, así que deciden mudarse a la Tierra. Con estos mimbres, el autor, Forrest J. Ackerman, intentaba, ingenuamente, poner los cimientos de un cómic de terror, aunque al final lo que quedó fue un ídolo pop, una Miley Cirus con los dientes demasiado largos, aunque a lo mejor en eso se parecen ambas.
En pleno desahogo civil, en unos años de reivindicaciones de casi de todo, que emergiera una mujer de esta planta, liberada y con más curvas que la arqueológica Venus de Milo, no le debe extrañar a nadie. El «empoderamiento» es una palabra nueva para un hecho que lleva años entre nosotros, que es la liberación de la mujer, la reivindicación de sus derechos, que por entonces era deshacerse de los grilletes del «American Way Of Life», un sistema que convertía al marido en un Don Juan de secretarias y a la mujer, en una extensión de la batidora.
El cómic arrastra la misma carga que otras heroínas de viñetas que poblaron el imaginario común. En aquel momento se confundía las reivindicaciones con el destape –Alfredo Landa se lo habría explicado muy bien si le hubieran preguntado–, pero después se ha enmendado la cosa y ahora los protagonistas que encarnaban las demandas de entonces son carne de la nostalgia, una emoción que los muchachos de la mercadotecnia saben explotar muy bien. Vampirella, al final, en vez de hacernos temblar de miedo, hoy nos despierta ternura, que es para lo que han quedado los vampiros desde «Crepúsculo».