Nueva Babilonia: la utopía es un laberinto
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Lo que sea que se llame “posmodernidad” -eso que somos y representamos tras, entre otras cosas, la caída del Muro de Berlín, de la que ahora se cumplen más de 35 años- descree profundamente de la utopía. En cierto modo, el siglo XX nos ha enseñado lo que Goya dejó esbozado, que “los sueños de la razón generan monstruos”. Por eso, lo primero que choca en la exposición “Nueva Babilonia”, presentada en el Museo Reina Sofía, es la fe y el optimismo con que el autor de las obras presentes, el holandés Constant, defendió un nuevo horizonte. Claro que eran otros tiempos, no tan lejanos en lo cronológico.
Entre 1956 y 1974, el artista concibió un modelo de ordenación urbana y social llamado a liberar al hombre moderno de los condicionantes del trabajo y la injusticia. Profundamente influido por obras como “Homo Ludens” y en sintonía con la utopía revolucionaria de los años 60 y la Internacional Situacionista, Constant imaginó una Nueva Babilonia compuesta de estructuras laberínticas en las que sus habitantes, nómadas de nuevo cuño, no tuvieran residencia fija, dedicados a sí mismos, mientras bajo los pilares de la ciudad “habitada” el trabajo y el tráfico está automatizado por robots. Un “mundo feliz” inspirado en la vida nómada de los gitanos que el artista conoció en Italia y en España, y arraigado en sus convicciones comunistas.
“Mi cometido no es el diseño, sino la provocación”, llegó a confesar el artista. Pero no cabe duda de su compromiso práctico con la Nueva Babilonia, una idea que sedujo a buena parte de la intelectualidad de los países nórdicos en los años 60 y que Constant intentó plasmar a través de su militancia en el movimiento izquierdista Provo. Con todo, la idea germinó en numerosas obras: maquetas, collages, planos, esculturas móviles, lienzos... Todas bosquejando una ciudad que a ratos recuerda a los planos infinitesimales de un Piranesi o un Escher y que Constant quería voluntariamente laberíntica, en constante tránsito.
Precisamente un laberinto -levantado a escala real en la última sala de la exposición- ejemplifica la decadencia y caída de la utopía de los “neobabilonios”. ¿Un laberinto sin salida? En 1974, Constant abandonó su utopía y, aunque siguió creyendo en ella, se dedicó a una pintura más tradicional. Para Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, la obra del holandés “es fruto de su tiempo, de una generación que nace e una Europa que hay que reconstruir tras la guerra y revela un carácter antiautoritario del espacio público como elemento de acogida. Fue una obra criticada en su momento por utópica y tecnocrática, pero hay mucho optimismo y deseo de cambio en ella. No es una utopía de mundo cerrado y completo, sino una arquitectura de disonancias y desvíos que, más que separar, agrega elementos”. De hecho, Benno Temple, director del Gemeentenmuseum de La Haya, institución de la que provienen la mayoría de las piezas, muchas ellas jamás salidas al extranjero por su delicadeza, considera que la crisis actual de los refugiados “demuestra la importancia de las ideas de Constant de que las personas se muevan por el mundo en libertad, sin lugares fijos para vivir, desarrollando su creatividad”.