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Poitiers, la batalla que frenó al Islam

José Soto Chica, autor del libro «Imperios y bárbaros», relata cómo Carlos Martel puso freno en el corazón de Francia al hasta el momento imparable avance musulmán.
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José Soto Chica, autor del libro «Imperios y bárbaros», relata cómo Carlos Martel puso freno en el corazón de Francia al hasta el momento imparable avance musulmán.
Los francos no se movían. Siete días se pasaron así, entre escaramuzas y ataques fingidos. «El muro de hielo» de los guerreros francos no se movía. Seguía allí, con sus flancos apoyados en los densos bosques que se extendían a ambos lados de la carretera y con sus primeras filas formadas por lo mejor de la hueste franca: la cara de Carlos Martel y los leudes y nobles merovingios. Estos guerreros, excelentemente armados, estaban haciendo lo mismo que sus antepasados cuando, muy cerca de allí, en Vouillé y 226 años atrás, enfrentaron a los visigodos de Alarico II: echar pie a tierra, alzar sus lanzas y juntar sus escudos. Tras su centro y su ala derecha, estaban situados los hombres peor equipados y las formaciones de arqueros y honderos, mientras que detrás de su flanco derecho se desplegaron unos pocos jinetes armoricanos, no más de dos centenares, y en su flanco izquierdo se apostó Eudo con sus caballeros aquitanos y con los salvajes jinetes de sus hostis vasconorum. Fue en el octavo día, en una fecha indeterminada de octubre de 733, cuando la muerte se cebó en los guerreros del califa. Al amanecer, como en los siete días precedentes, al-Gafiqi formó el jamis y envió a sus arqueros a hostigar a los francos. También como cada día anterior, los francos, de nuevo formados en un muro de escudos, no se movieron. Al-Gafiqi envió entonces a sus tres principales divisiones de lanceros para que atacaran por turnos el centro y las alas de los enemigos.
Feroces bereberes
Los francos rechazaron esos ataques, pero no persiguieron a los sarracenos ni a los moros, sino que mantuvieron sus líneas con los espesos bosques guardando sus flancos. El combate se enconó. Los guerreros bereberes, indisciplinados pero feroces, se lanzaban como locos contra los escudos y lanzas francas para morir atravesados por sus puntas, mientras que los disciplinados y mejor armados muqâtila se trababan en duras refriegas, lanza contra escudo y espada chocando contra espada. Los francos resistían y cuando se veían en apuros, un pequeño contingente de jinetes armoricanos surgía del flanco derecho, de entre los árboles, y hostigaba a los musulmanes con sus rápidas cargas en las que desde sus monturas arrojaban lluvias de venablos antes de volver a la seguridad de la floresta.
El día avanzaba. El sol declinaba y el combate se generalizó en toda la línea de batalla. Carga tras carga, la infantería musulmana se estrellaba contra el muro de escudos franco y los muertos y heridos se comenzaron a contar por centenares. Entonces, con la tarde bien comenzada ya, de la retaguardia musulmana se alzaron gritos de advertencia. Cuando los hombres de la línea de batalla musulmana miraron hacia atrás entendieron por qué les advertía su retaguardia: desde el lugar donde se hallaba el campamento se alzaba una densa columna de humo.
Y es que Eudo, ahora de nuevo un duque franco tras someterse a Carlos Martel, había conducido por detrás del impenetrable bosque a sus jinetes aquitanos y a sus bárbaros vascones. Aquella caballería constituía un contingente habituado a cabalgar y luchar en los montes y bosques de los Pirineos y, allí, en los lindes tan disputados de Aquitania y Neustria, el terreno no guardaba secretos para ellos. Condujeron a sus caballos hasta la retaguardia musulmana, ascendieron la colina que guardaba uno de los costados del campo enemigo y, mientras el grueso del ejército de al-Gafiqi peleaba a brazo partido contra los hombres de Carlos Martel, cayeron sobre el campamento musulmán. Puede que los muqâtila, los soldados profesionales, aguantaran la presión y mantuvieran las filas, pero los voluntarios bereberes no. Dejaron la batalla para proteger y poner a salvo a sus familias y sus riquezas. Metro a metro, golpe a golpe, los musulmanes reculaban.
El «viento de tempestad»
Hacia el año 610 Arabia y los árabes no eran sino el «patio trasero» del Imperio bizantino y del Imperio persa. Ambas potencias se enzarzaron en una guerra brutal que duró veinticinco años y, mientras se destrozaban mutuamente, un nuevo Profeta, Mahoma, unificó a la mayor parte de las tribus de Arabia. A su muerte, 632, los árabes se lanzaron a la conquista del mundo. En breves años aplastaron a Persia y llegaron hasta las fronteras de China y la India, a la par que por Occidente, arrinconaron a Bizancio arrebatándole Palestina, Siria y Egipto, sometieron el norte de África y se presentaron ante las puertas del reino visigodo en 711. Este último era a la sazón un reino poderoso, pero dividido por cluchas internas y los musulmanes las aprovecharon para aniquilarlo en una formidable batalla: Guadalete. Tras ocupar casi toda España, 711-714, los ejércitos islámicos penetraron en lo que hoy es Francia. Año tras año y desde 719, las huestes musulmanas se adentraban hasta el corazón de Francia y la Europa occidental cristiana parecía a punto de ser sometida. Es en ese momento, en octubre de 732 (o 733, según otros) cuando Carlos Martel, «Carlos el Martillo», se les enfrenta en Poitiers a la cabeza de un ejército a cuyos guerreros, francos, aquitanos, alamanes, etc. un cronista cristiano contemporáneo denominaría como «europeos».
Para saber más
José Soto Chica
648 páginas,
24,95 €

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