¿Que impedía a Felipe V caminar con normalidad?
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El fundador de la dinastía borbónica en España, el rey Felipe V (1683-1746), acabó convirtiéndose en un auténtico lipemaníaco, aquejado de locura melancólica tras la muerte de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya. Sólo existía un medicamento capaz de calmar su delirio: cuando la nueva reina Isabel Farnesio le veía hundido, hacía llamar al célebre músico italiano Carlo Broschi Farinelli, cuyo bel canto lograba disipar su tristeza.
Nadie en la historia de la medicina, como señalo en mi libro «La maldición de los Borbones» (Plaza & Janés, 2007), recordaría un remedio tan caro para combatir la melancolía. La primera vez que el músico le dedicó sus canciones en palacio, el monarca le regaló un retrato enmarcado con brillantes. Luego, por si fuera poco, le asignó un sueldo de 135.000 reales y dispuso una habitación para él en la corte. La reina quiso recompensarle también entregándole un nudo de brillantes de cuatro mil pesos, mientras que el príncipe de Asturias le obsequió con un reloj, una sortija de mil doblones y un nudo de diamantes para el sombrero.
Locura extrema
La carta del marqués Louville, confidente de las intimidades del rey, al ministro francés Torcy, datada en Nápoles, no tiene desperdicio: «La salud del rey me inquieta bastante. Los vapores que tiene lo hunden en una melancolía prodigiosa... Este humor o algún otro que no conocemos lo sume en una indolencia y un abatimiento extraordinarios, que lo hacen incapaz de todo, y su humor se vuelve tan negro que nada puede conmoverlo y me ha confesado que la vida misma era un peso para él». Los médicos no tuvieron más remedio así que diagnosticarle una retahíla de «alabanzas»: «Frenesí, melancolía, morbo, manía y melancolía hipocondríaca».
Durante la segunda parte de su reinado, tras la prematura muerte de su hijo Luis I, en quien había abdicado siete meses y medio atrás, Felipe V alcanzó un grado extremo de locura, sumergiéndose en un estado de abandono absoluto. Un día, inexplicablemente, consintió que le afeitasen la barba, pero llegó a conservar el largo del cabello muy por debajo de su peluca, de la que jamás se despojaba, mientras las uñas de los pies le crecieron tanto que le impedían caminar con dificultad.
El historiador Arthur Chuquet descubrió un revelador documento, fechado el 13 de julio de 1722, según el cual Felipe V no se había mudado de ropa... ¡durante un año entero!: «Su traje caía hecho pedazos y principalmente su pantalón, descosido desde la cintura hasta abajo. Le servía de muy poco: cuando le sucedía algún desarreglo, sea porque se sentase, sea porque su pantalón cayese, se le veían los muslos. Al principio, un ayuda de cámara de confianza remendaba este pantalón, pero luego se cansó de hacerlo. El rey de España hacía él mismo los remiendos con seda que pedía a las camareras». Solía vérsele salir del Consejo Real extenuado, dejándose caer luego en una butaca; llamaba entonces inmediatamente a su querido marqués de Louville, en cuya presencia vertía un torrente de lágrimas reclamando la compañía de sus hermanos, los duques de Berry y de Borgoña, que vivían a miles de kilómetros de allí.
Un rey que se creía muerto
El doctor Cabanés en su libro «El mal hereditario en la historia» (1927), recordaba que Felipe V, creyéndose muerto, llegaba a morderse los brazos, inquiriendo luego a sus cortesanos por qué no le habían dado aún sepultura. Tenía extrañas manías, como abrir de par en par las ventanas durante el gélido invierno, y cerrarlas herméticamente en verano, mientras envolvía su cuerpo con mantas. Mantenía una pierna hinchada siempre fuera de la cama, la cual movía sin cesar. Cuando no se creía muerto, se sugestionaba con que le habían envenenado, por lo que siempre tenía a mano abundante triaca, una especie de antídoto. Incluso llegó a creer que era una rana, y soltaba unos terribles alaridos que despertaban por la noche a todos en palacio.
En cierto momento, cambió radicalmente los horarios: vivía de noche y dormía de día. A las once de la noche tomaba un refrigerio y trabajaba con sus ministros hasta las dos de la madrugada; luego, cenaba; entre las cinco y las seis de la mañana se acostaba, y a las dos de la tarde se levantaba y asistía a misa. Entre tantos y tan alarmantes actos de demencia, resultaba insólito que este primer rey Borbón de España fuera capaz de hablar de asuntos de Estado con el embajador francés, razonando con exactitud y haciendo gala de una extraordinaria memoria. Menudo enigma y paradoja histórica.
En el ocaso ya de su vida, Felipe V desarrolló una manía persecutoria, sintiéndose víctima de un malvado que le causaba heridas mientras dormía, cuando en realidad era él mismo quien se arañaba con sus largas y cortantes uñas. Otras veces, presa del pánico, aseguraba que había alrededor de su cama escorpiones que le picaban. Y así, entre horribles alucinaciones, fue consumiéndose su triste existencia, hasta su muerte repentina el 9 de julio de 1746. Aquel día, alrededor de la una y media de la madrugada, mientras estaba en la cama con su inseparable esposa, sintió un tremendo latigazo en la garganta y, rodeándola con las manos, exclamó: «¡No sé qué me da!». Arrojando sangre por la boca y la nariz, pudo añadir: «Yo me muero, llamen a mi confesor...». Minutos después, el sacerdote sólo pudo darle la absolución «sub conditione», mientras los médicos trataban de salvarle en vano.
@JMZavalaOficial