Que te mueras de una vez, Stalin
Armando Iannucci satiriza la lucha de poder entre los dirigentes soviéticos tras el fallecimiento del líder comunista. Una película criticada y vetada en el país de Putin
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Armando Iannucci satiriza la lucha de poder entre los dirigentes soviéticos tras el fallecimiento del líder comunista. Una película criticada y vetada en el país de Putin.
A sabiendas de que un chiste con mala baba podía enviarte varios años a un helador gulag siberiano –sobre granjeros, apto; sobre la Armada o los gobernantes, no–, no sabemos qué podría ocurrirle al bueno de Armando Iannucci («In the Loop», 2009) por su segundo largometraje, «La muerte de Stalin», donde se sobrepasan los límites que el régimen soviético admitía como legales. Suerte la suya que viva lejos, tanto en el tiempo como en el espacio, de la Rusia soviética y, principalmente, que, a día de hoy, el padre de dicha nación sirva más como eje desencadenante de historias
–como es el caso– que como juez. Aun así, lo que es hoy el país de Putin tampoco está muy por la labor de desplegar sus más relucientes misiles y engalanar la Plaza Roja para recibir al director y guionista escocés. Ni siquiera esto último, acogerle. Si desde que se conociera la sátira en la que se sustentaba el proyecto los ojos chismosos miraban a Moscú buscando una reacción, ésta no iba a defraudar o, al menos, iba a ir en consecuencia a lo esperado –como ocurriera en 2014 entre los productores de «The Interview» y los mandatarios de Corea del Norte–.
Permiso de exhibición: «Retirado», lo confirmó el gobierno solo dos días antes de su estreno en enero y tras una proyección destinada a evaluar la conveniencia del filme, de la que salió la conclusión de que era una «provocación planificada para crear revueltas en Rusia». Y se desataban las justificaciones. La primera, la jefa del Departamento de Información de la Sociedad Histórica Militar de Rusia, Nadezhda Usmanova: «Sin duda, una película así no debería estar en las pantallas de nuestro país porque insulta a nuestros ciudadanos. Y no solamente a los que vivieron en esa época y cuyas figuras aparecen representadas en la película, también a la población actual», exclamaba. «No he visto nunca nada más horrible –se escandalizaba Yelena Drapeko, vicepresidenta de la Comisión de Cultura del Parlamento–. Es un pasquín, una provocación, un intento de convencernos de que nuestro país es horrible y nuestros líderes idiotas. Todo está pervertido, desde el himno nacional hasta los personajes». Y así, podrían ir desfilando las reacciones una detrás de otra. Como la del principal señalado, Iannucci, que, a la vez que muestra su postura, deja un recado: «El filme refleja lo que sucede hoy dentro del Kremlin, la lucha por el poder. Realmente refleja la frenética batalla por la supervivencia. Y ahí es donde se mezclan la comedia y la paranoia que se pueden percibir actualmente», explica de la producción entre Gran Bretaña, Francia y Bélgica.
Charco de humillación
Puede que, entre otras, fuera ver a su amado ex líder agonizando en «un charco de humillación» –como lo definen en la película– lo que hiriera las sensibilidades de los espectadores rusos: «Stalin estuvo tumbado sobre un charco de orina porque sus propios guardas estaban demasiado asustados para entrar en la habitación. Eso fue verdad», explica el director. Fue uno de los detalles que llamaron la atención de Iannucci al leer «The Death of Stalin» y, su secuela, «Volume 2», las dos novelas gráficas que le empujaron a «la comedia roja –que no negra– del año», vende la productora. Cuanto más investigaba Iannucci sobre la historia del líder comunista, «más ridículos eran los hechos», continúa: «Creo que la comedia es más auténtica si puedes incluir hechos reales. Los espectadores piensan ''ojalá hubiese ocurrido así'' y es una forma de acercarse al público».
Todo ello lo deriva Iannucci a un quórum de altos mandatarios soviéticos –Khrushchev (Steve Buscemi), Beri (Simon Russell Beale), Malenkov (Jeffrey Tambor), Molotov (Michael Palin)...– que se reúnen en torno al cuerpo, todavía caliente, de Jósif Stalin (Adrian Mcloughlin) y que se perseguirán y conspirarán para hacerse con el poder de la URSS.
Así, el reto de los guionistas se convirtió en encontrar el punto medio entre el humor absurdo, que no se oculta en ningún momento, y la brutalidad de una dictadura. Lo cuenta el director: «Quería hacer un largometraje en el que tragedia y la comedia se fusionaran en las escenas. Estar tan estresado y asustado puede llegar a ser gracioso y la intención era crear una película divertida pero que no desconcertase. Todos los personajes son crueles y despiadados, aunque te llegas a encariñar con algunos –habla el director–. Quería que la audiencia recordara que las acciones y decisiones de los personajes tuvieran consecuencias devastadoras para el pueblo. Sabía que debíamos tener un respeto enorme por el hecho de que millones de personas murieron o desaparecieron y eso es algo que no puedes eludir o explicar en un chiste; debes deliberar mucho y reconocer todas esas capas de la película», concluye.