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Robbie Robertson: El guitarrista que salvó la vida a Dylan

Las memorias del integrante de The Band, escudero de Bob Dylan en sus tiempos más difíciles tras abandonar el folk, cuentan la vida que cualquier aficionado a la música habría querido tener
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Las memorias del integrante de The Band, escudero de Bob Dylan en sus tiempos más difíciles tras abandonar el folk, cuentan la vida que cualquier aficionado a la música habría querido tener.
La sensación que deja el relato de Robbie Robertson es la de ver la historia desplegándose ante nuestros ojos. Las memorias del guitarrista y principal compositor de The Band son una fabulosa crónica de aprendizaje, un relato de lo mejor de la música, esa epopeya que convierte a alguien vulgar de, digamos, Canadá, en una superestrella y actor principal de algunas de las más fenomenales noches del rock & roll. También sobre lo que el rock significa, es decir, un grupo de gente que forman una banda para hacer lo que no pueden conseguir solos. Sin embargo, la oscuridad siempre acecha y en este relato también hay un reverso tenebroso: drogas, vanidad, avaricia, poder, limusinas blancas, Malibú y más drogas. Porque estas son, ante todo, las memorias de un desengaño, de la pérdida de la inocencia del rock & roll.
Los primeros capítulos –hasta la página 300 no existe The Band– son deliciosos. Robertson, medio indio mohawk y medio judío, dejó Canadá con 16 años en dirección al mítico territorio del sur de Estados Unidos para hacer una prueba con The Hawks, de Ronnie Hawkins, el más auténtico conjunto de calaveras rockabillies. Allí, el joven guitarrista tuvo la fortuna de vivir la vida con la que sueñan todos a los que les interesa un mínimo la música popular. Forjó su educación recorriendo en un Cadillac el camino del Delta del Mississippi hasta su Toronto natal, tocando durante seis años en bares con los peores públicos, fumando marihuana, robando comida y aprendiendo que las chicas no le corresponden por jerarquía. Pero eso era lo de menos cuando puedes ver en directo la magia de Muddy Waters, Otis Redding, Aretha Franklin o Sonny Boy Williamson, al que conocieron en su casa, a la manera del sur, obsequiados con licor de maíz casero y honrados con la armónica del bluesman tocando como si su corazón tuviera una hemorragia. Luego resultó que tenía una hemorragia, aunque respiratoria, y escupía sangre en una lata al terminar cada fraseo.
No eran tiempos fáciles y cenar con el gran Sonny Boy les acarreó un problema con un «sheriff» por sentarse en la zona destinada a los negros. Por ello fueron expulsados del pueblo. En el camino de esos años Robertson fue informado de quién era su padre fallecido y descubrirá también a su tío que, como buen judío, comercia con diamantes. Sus tejemanejes se convierten en un microrrelato de mafias dentro de la gran historia musical, pero todos los hechos hasta este punto están relatados con cierto candor, con el aroma de las historias antiguas o infantiles, cuando aún existe el pacto entre un hombre y su propio sueño.
Poesía y películas
Pero volvamos a Robertson y a su gran destino. Solo así se explica que conozca a Bob Dylan precisamente el día que se encuentra en el estudio para grabar «Like a Rolling Stone». La relación de ambos, desde entonces, trascenderá la amistad. Robertson merodea con Dylan por Manhattan, divagan y fuman, escuchan poesía y ven películas. Alterna con Lou Reed y se enamora de Nico, queda con los Beatles y conoce a Salvador Dalí. Marlon Brando abre una botella de Coca-Cola con las muelas para él. Será el único testigo de la boda del de Minesotta con Sara Lownds. Solo con esa base afectiva podrían enfrentarse a lo que venía, la más hostil de las giras de la historia, la que el traidor del folk ofreció desde 1965, una aventura a la que Robertson arrastró a sus compañeros de los Hawks. «Simplemente, recordad: pase lo que pase no dejéis de tocar», les pidió Dylan a los músicos «como si fuéramos a entrar en combate». Y si no era la guerra se le parecía: abucheos, lanzamientos de objetos e intentos de sabotaje. Dylan era el blanco y los Hawks escudos humanos. Demasiado para Levon Helm, que abandona el tour y, poco después, un atracón de anfetaminas casi se lleva al propio Dylan al otro barrio ahogado en una bañera, justo en la noche final de la polémica gira, cuando los Beatles pretendían presentarle sus respetos. Robertson llegó a tiempo para sacar al bardo del agua, blanco como una lubina.
Tras aquello llegó el momento de refugiarse de la realidad, una decisión que el mundo agradecerá, pues del sótano de una casa en Woodstock salieron las monumentales «Basement tapes», cuya grandeza no habría sido posible sin el profundo conocimiento de la tradición de The Hawks y el genio revolucionario de Dylan, sumados a la sensación de crear sin jugarse la vida en ello. «Nos habíamos alejado de la rutina maníaca de la fama y eso pudo habernos salvado la vida», dice Robertson. «Cuando pienso en aquella época me acuerdo de que nunca teníamos suficiente papel para escribir o cinta para grabar», escribe con auténtica emoción. Sin ese prodigioso yacimiento del sótano tampoco habrían sido capaces de tallar dos gemas para la historia del rock, los dos álbumes que publicaron The Band como tal antes de autodestruirse: «Music from Big Pink» (1968), que es el apodo con el que conocían a la casa de Woodstock, y «The Band» (1970), o el álbum marrón como es más conocido. Conviene recordar que, aunque estemos contando un testimonio, The Band no fue el grupo de Robertson, sino que, al contrario, era una conciencia colectiva con tres magníficos cantantes, dos baterías y prodigiosos multinstrumentistas, como una hidra sin cabeza que la gobierne. Integrada por Rick Danko, Levon Helm, Richard Manuel y Garth Hudson junto al propio Robertson, todos aportan por igual aunque en el libro todas las ideas buenas parezcan de este último.
Cuando la revista «Time» les señala en su portada, la banda ya ha empezado a descomponerse. Los que fueran muertos de hambre barbudos con pinta de predicadores ahora son nuevos ricos consentidos, yonquis de mal pico. Helm, Manuel y Danko caen en la heroína. Robertson prefiere la «jet-set». No se le puede culpar a éste de haber compuesto más canciones que sus compañeros, distraídos y apáticos comensales del almuerzo desnudo. Del primer disco, repartieron los derechos a partes iguales. En cambio, en el álbum marrón, Robertson firma ocho temas y otros cuatro aparecen coescritos con algunos de ellos. Evidentemente, se quedará con la parte del león de los beneficios del disco y este personalismo supondrá una herida incurable. The Band era un grupo sin estrellas y por tanto sin sombras, simplemente los guardianes de las esencias de un modo de entender la música como parte fundamental de la cultura, como un código moral y estético. Sin embargo, tras 16 años de predicamento, cuando se habían convertido en «la mejor banda de todos los tiempos», según George Harrison, las drogas y el dinero les aniquilaron. «No se trataba de las drogas, eso era asunto suyo. Se trataba de la traición. De la falta de respeto hacia nuestra amistad fraternal y nuestra alianza musical», clama el guitarrista en sus memorias. Evidentemente, las de Levon Helm cuentan un ángulo distinto de la historia. ¿Hay algo peor que un yonqui que sospecha que le están robando la droga? Sí, un yonqui que sospecha que le roban el dinero. Y quién sabe si además tiene razón.
La relación de confianza entre Levon Helm (el único del grupo que no es canadiense, sino un paleto certificado de Arkansas) y Robertson se hace añicos entre sospechas. No es el único que hace ruido al romperse. Richard Manuel piensa que puede acabar con su adicción a la heroína inyectándose cocaína de gran pureza. Termina por encontrar insectos imaginarios subiendo por las paredes: «Lo más alarmante de todo fue que, a pesar de ver las terribles e inquietantes consecuencias que su consumo había tenido e Richard, eso no hizo que nosotros dejáramos de esnifarla. Todos teníamos nuestros demonios y hacíamos lo que podíamos para enfrentarnos a ellos».
El harakiri de la banda
El libro se termina justo después de «The Last Waltz», aquella noche histórica filmada por un joven Martin Scorsese. Puede que tenga sentido, porque para algunos ese fue el último día del rock & roll. Desde luego, para el grupo ya era la hora del harakiri y fueron consecuentes con su manera humilde de ejecutarlo, haciendo de acompañantes, tocando para que luzcan las estrellas invitadas. Sabiendo lo que vino después, es inevitable mirar todo el gozo musical de aquella noche como algo más que un triste canto del cisne, como el fin de una época. Tras aquel baile llegaron los abogados, las mentiras y la mercadotecnia (Robertson no cuenta, por ejemplo, cómo se apoderó también de los derechos que dio la película junto con Scorsese), es decir, esa capacidad única que tiene el rock & roll para, además de crear una epopeya, autodestruirse. Porque si así fue como terminó The Band fue por decisiones de nuestros héroes, que cambiaron Woodstock por Malibú. Y Robertson termina el relato de su vida (que no se ha terminado todavía) en 1976, como si todo su mundo hubiera implosionado aquella noche.

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