Salzburgo, la magia perdida
El prestigioso festival cerró su edición 98º entre numerosas críticas por los irregulares y escasos montajes que han llegado a entusiasmar al público.
El prestigioso festival cerró su edición 98º entre numerosas críticas por los irregulares y escasos montajes que han llegado a entusiasmar al público.
El Festival de Salzburgo echaba el telón el jueves, como cada 30 de septiembre, de la que ha sido su 98º edición, con la última de las siete representaciones de «La flauta mágica» de W.A. Mozart, un título emblemático de este exclusivo certamen austriaco, considerado por muchos como el festival de música más importante del mundo. Estrenada en 1928 por Franz Schalk y Lothar Wallerstein, la ópera más popular de Mozart ha sido representada en Salzburgo la friolera de 220 ocasiones con 20 producciones diferentes, contando con la última de la directora de escena norteamericana Lydia Steier, afincada en Alemania desde 2012, que debutaba en la ciudad natal de Mozart con más pena que gloria.
Por estos 90 años mágicos de tantas Flautas han pasado por Salzburgo la flor y nata de los cantantes mozartianos, dirigidos por los mejores directores del mundo, desde Bruno Walter o Toscanini, en la década de los treinta, hasta Ricardo Muti o Nikolaus Harnoncourt en los últimos años. Entre tanto, en épocas más recientes se presentaron producciones bellísimas como las de Giorgo Strehler con Karajan (1974) o la mítica de Jean-Pierre Ponnelle, con el denostado James Levine en el foso, y la que más aguantó en cartel, desde 1978 hasta 1986, con nada menos que 54 representaciones.
Una década después el pintor y director Achim Freyer, ya con Mortier, se inventó un circo mágico, con una producción maravillosa que duró diez años y con la que debutó Matthias Goerne en el papel de Papageno (reconvertido ahora en un inapropiado Sarastro). Después llegó el gatillazo de la horrible producción de Graham Vick y Riccardo Muti (2005), que parecía ya insuperable, pero hete aquí que este verano se han superado todas las expectativas posibles y la señora Steier ha ideado un sinsentido de producción con una puesta en escena oscura, muy oscura, presentada en clave circense y ambientada durante la Primera Guerra Mundial, y cuyo argumento era narrado simultáneamente a la acción dramática por el abuelo Klaus María Brandauer a sus tres nietos, convertidos aquí en espectadores privilegiados del mágico cuento.
Por si fuera poco, el maestro griego Constantinos Carydis se estrelló contra el muro de la Filarmónica de Viena, una orquesta muy difícil de doblegar en este repertorio, que es el suyo de siempre, ofreciendo una versión plomiza y salpicada de algunos efectos musicales postizos que no cuadraban bien con la tradicional visión de los Wiener. Tampoco cuajó el reparto vocal, plagado si de buenos cantantes como Mauro Peter (Tamino), Christiane Karg (Pamina) o Matthias Goerne (Sarastro), pero de voces muy parcas como para llenar la enorme sala del Grosses Festspielhaus. El espectáculo, concebido para hacer caja (el festival ha ingresado en total 30,5 millones de euros este verano, lo que supone algo más de la mitad de su presupuesto), fue recibido en su estreno del 27 de julio con un sonoro abucheo por parte del público y unas pésimas críticas en toda la prensa internacional.
Tampoco llegó a cuajar escénicamente la «L’incoronazione di Poppea» monteverdiana (28 de agosto), concebida por el polifacético director flamenco Jan Lauwers como una especie de versión danzable de la ópera con un insufrible perpetuum mobile de una veintena de bailarines (y derviches) que no pararon de moverse en el escenario un solo segundo durante las tres horas largas que dura esta obra maestra del Renacimiento italiano. Sin embargo, el sólido reparto contó con la arrebatadora Poppea de la joven soprano búlgara Sonya Yoncheva, que después de haber interpretado ya 50 papeles (algunos de ellos muy comprometidos) en apenas diez años de imparable carrera, fue capaz de cantar y decir con gusto en el «vecchio stile». El legendario William Christie, junto a sus magníficas huestes de Les Arts Florissants, confirmaron una vez más su indiscutible calidad en este repertorio.
Un sólido reparto
Muy tradicional y poco sugerente fue la propuesta escénica de Hans Neuenfels de La dama de picas de Chaikovski (25 de agosto), otrora «enfant terrible» de la escena alemana, convertido ahora en un convencional y estático regista. Sin embargo, la dirección musical estuvo bien amalgamada desde el foso por el maestro letón Mariss Jansons, un valor seguro del actual intendente del festival Markus Hintetehäuser, que además dispuso de un sólido reparto de voces rusas, encabezado por la sugerente Lisa de Eugenia Muraveva, que ya cantó el pasado año en «Lady Macbeth», el poderoso Principe Tomski de Vladislav Sulimsky y el solvente Hermann del tenor norteamericano Brandon Jovanovich.
De todas formas, lo más interesante de la recta final del certamen fueron los dos conciertos de Kirill Petrenko (26 y 27 de agosto) con obras de Richard Strauss, Prokofiev (Espléndido Tercer concierto para piano con una brillantísima Yuja Wang), Dukas y una gran interpretación de la inusual y muy interesante Cuarta sinfonía de Franz Schimdt, al frente de la mítica Filarmónica de Berlín, la que será su nueva orquesta a partir del otoño del año próximo. Además se daba el aliciente de ser su presentación en el festival, con una sala (la grande) llena hasta la bandera por un público totalmente volcado tras la memorable interpretación de una Séptima de Beethoven explosiva, impregnada de una enorme tensión interna, expuesta con un vigor fuera de lo común y llevada a tal velocidad en el Allegro con brio final que se convirtió en una auténtica orgía sonora gracias al increíble virtuosismo de unos Berliner hipnotizados y entregados a su nuevo Maestro.