«Cuzco»: El eterno desencuentro
Autor y director: Víctor Sánchez Rodríguez. Intérpretes: Silvia Valero y Bruno Tamarit. Teatro Fernán Gómez. Madrid. Hasta el domingo.
Por más que se empeñen algunos en afirmar lo contrario, no hay nuevos temas importantes en las artes literarias o discursivas, ni hay siquiera nuevas formas de contarlos. En esencia, todo se ha dicho ya antes, y probablemente de todas las maneras posibles. Lo que sí hay son formas distintas, particulares, de mirar esos temas, de tocarlos, de interiorizarlos y, en el caso del teatro, de sentirlos y hacerlos sentir sobre el escenario con verdad y eficacia dramáticas. Quizá sea esta obra de Víctor Sánchez Rodríguez un buen ejemplo para comprobarlo. La historia que aquí se cuenta sobre dos jóvenes que viajan a Perú para tratar de solucionar sus problemas de pareja no tiene, porque no puede tenerlo, nada especialmente nuevo, salvo lo fundamental: la unicidad de los personajes que la protagonizan y su autenticidad dentro de ese complejo y cambiante entramado de relaciones humanas que, más que conocer, intuimos a partir de nuestra propia experiencia. De hecho, tanto más interesa la obra cuanto más se acerca al drama más puro y conocido, esto es, a la contraposición verosímil de los dos caracteres y al combate que se establece entre ellos. Poco aportan a la historia, en realidad, las referencias a la mitología inca, al Sendero Luminoso o a la deprimida sociedad peruana, elementos contextuales todos ellos que se presuponen novedosos y relevantes y que, sin embargo, no hacen sino desviar el conflicto hacia un terreno en que el aire tiene cierto olor a impostura. Incluso el lenguaje, forzado en las primeras escenas para buscar un tono de comedia negra que pueda sonar original, solo llega a calar en el espectador cuando se libera del ornato y se pliega, sin abandonar su voluntad poética, al verdadero motor de la acción. Y da igual que el desarrollo no sorprenda, que sea previsible. Esa acción principal no lo necesita; es lo suficientemente rica en sí misma para que interese, y aun para que emocione. Se diría, además, que los actores son conscientes de ello, porque es en esos momentos de puro drama, de duro enfrentamiento dialéctico y vital, en los que se sienten más cómodos, en los que más diestramente saben conducir a sus respectivos personajes y en los que saben abrir con holgura el campo de su psicología. De ello deja manifiesta constancia Bruno Tamarit en el encendido y áspero monólogo –admirablemente escrito– que su personaje, ya al borde de la desesperación, le dedica al que interpreta Silvia Valero.