cultura
El juego está en los detalles
Peter Brook nos recibió en París con una sonrisa que achicaba aún más unos pequeños y vivísimos ojos azules
Tras el fallecimiento de Peter Brook, le regalé a mi hijo mayor un ejemplar de «Hilos de tiempo», un libro de memorias que poco más de veinte años atrás yo mismo había leído con devoción sin sospechar que, meses más tarde, estaría trabajando con su autor en el Théâtre des Bouffes du Nord para levantar «Far Away», una pieza breve, bella y extraña de Caryl Churchill.
Brook nos recibió en París con una sonrisa que achicaba aún más unos pequeños y vivísimos ojos azules y, pese a una especie de sensación de irrealidad que tardaría en abandonarme, aquel primer ensayo resultó ligero y fácil. Cuando, semanas más tarde, ya nada parecía tan ligero ni tan fácil, Brook dijo: «Ahora estamos en el momento complicado. Cuanto más nos adentramos en la obra, más difícil nos parece. Sin embargo, lo que pasó el primer día, espontáneamente, fue real. Tendremos que recuperar la inocencia del primer día, pero esta vez conscientemente. Esta vez, a consciencia».
Brook no solía intervenir cuando nos metíamos en un charco, dejaba que buscásemos por nosotros mismos la forma de salir de él. Opinaba que un director debe saber cuándo hay que hablar y cuándo no. Si interviene cuando no haría falta porqué el actor está descubriendo por sí mismo algo valioso, lo que estaba naciendo ya no nacerá nunca. Y si no lo hace cuando sí haría falta, nacerá torcido. En cierta ocasión, me apartó del resto de la compañía y, sin dejar de sonreír, intervino: «Le jeu est dans les détails», dijo. En francés, como en inglés, al oficio del actor se le llama «jouer»: jugar. Según Brook, lo que da calidad a ese «juego» es desempeñarlo con la humildad y la apertura necesarias para captar la infinita cantidad de detalles que se revelan en el transcurso de una representación, ante el público, mientras contamos una historia. Porque en eso consistía, para Brook, el teatro: un grupo de gente que explica una historia a otro grupo de gente que ha venido a escucharla. Así de fácil, así de difícil. Así de simple.
Cuando, más de veinte años después, le regalé a mi hijo un ejemplar de «Hilos de tiempo», resonaron con fuerza en mi cabeza las últimas frases del libro: «En un pueblo africano, cuando un contador de historias llega al final de su cuento, pone la palma de la mano en el suelo y dice: “Aquí dejo mi historia”. Y luego añade: “Para que otro la pueda recoger otro día”».