Tercios en Flandes: kermesses, carnavales y buena cerveza
La huella genética hispana en ciudades que fueron saqueadas por los ejércitos españoles es inexistente. Así lo atestigua un estudio publicado por la Universidad Católica de Lovaina
La huella genética hispana en ciudades que fueron saqueadas por los ejércitos españoles es inexistente. Así lo atestigua un estudio publicado por la Universidad Católica de Lovaina.
Los panfletos protestantes de la Guerra de Flandes están repletos de ejemplos de la violencia que las tropas españolas ejercieron presuntamente contra la población civil. Uno de 1606, por ejemplo, cuenta con pelos y señales la violación y el posterior asesinato de una joven de quince o dieciséis años a manos de tres soldados. ¿Qué hay de cierto en el lúgubre panorama que pintó la propaganda? ¿Hubo violaciones masivas? Un estudio genético publicado recientemente, dirigido por el Dr. Maarten Larmuseau, de la Universidad Católica de Lovaina, desmiente este vericueto de la Leyenda Negra. El estudio concluye que la huella genética hispánica en ciudades que fueron saqueadas por los tercios, como Malinas (1572), Aalst (1576) y Zichem (1578), es inexistente.
Los terribles saqueos a que fueron sometidas algunas ciudades flamencas se produjeron en contextos muy concretos. El Ejército de Flandes era el más disciplinado de la época (véase «De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles», de Julio Albi de la Cuesta), de forma que la violencia, cuando se ejerció, respondía a unos objetivos estratégicos. El duque de Alba, que hizo ahorcar a dos soldados de caballería por robar a unos campesinos, justificaba la violencia de Malinas en una misiva a Felipe II: «Es muy necesario ejemplo para todas las otras villas que se han de cobrar, porque no piensen que a cada una dellas sea menester ir al ejército de V.M., que sería un negocio infinito». En cuanto a las mujeres, lejos de la violación, la forma más habitual de violencia que ejercieron los soldados fue cortarles las faldas por encima de las rodillas. Lo menciona Bernardino de Mendoza en el asedio de Leiden (1574) y Alonso Vázquez en el de Bruselas (1584).
En su monumental obra «La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea», el historiador Peter H. Wilson cuenta que las relaciones entre soldados y civiles, a pesar de los episodios de violencia, no siempre fueron antagónicas. Es el caso, también, de la Guerra de Flandes. Los soldados del duque de Alba irrumpieron en el mundo plasmado sobre lienzo por Pieter Brueghel el Viejo en cuadros de tintes en parte jocosos y en parte bucólicos, como «La boda campesina» (1568), «Los proverbios flamencos» (1559) y «El vino de la fiesta de san Martín» (1565-1568). Los veteranos españoles de Italia, tras dejar los pasos suizos y Lorena a sus espaldas, se sumergieron en el Flandes de las «kermesses» y los «ommegangs», de los saraos y los carnavales, la vida de cuyos habitantes era una verdadera batalla entre don Carnaval y doña Cuaresma, por citar otro recurrente motivo pictórico del arte neerlandés.
Bebedores sin mesura
Desde su retiro jienense, el capitán y sargento mayor Alonso Vázquez escribió una deliciosa crónica en la que, además de las batallas, asedios y encamisadas, recogió la forma de ser y las costumbres de los flamencos, a quienes refleja como aficionados a las letras y hábiles negociantes, pero también como bebedores sin mesura, lo que suscita la reprobación del español, aunque también algo de comicidad. Cuenta Vázquez que los flamencos, «aunque privados de sus sentidos, cuando salen de las tabernas se encadenan de los brazos unos con otros. Tienen tan grande tiento por no caer en el suelo, que van dando oleadas unos tras otros, y en llegando al último tiene cuidado de hacer gran fuerza para no caer y detiene la ola de los demás, y van por todas las calles desta manera, y se van quedando en sus casas de uno en uno, y para ir sin juicio las conocen, que es de mucha consideración y de muy gran risa verlos desta suerte». Para los soldados españoles, cuando estaban lejos de las trincheras enfangadas, Flandes llegaba a convertirse en un paraíso. Vázquez cuenta que el clima hacía inmejorables los vinos importados desde España, pues «la frialdad los purifica y sazona mucho mejor que donde se crían» –se adquirían, además, aloque y clarete del Mosela, «que son excelentes y de mucha bondad»–. En los Países Bajos, amén de buen vino, iglesias suntuosas y ciudades y casas de campo agradables a la vista, los españoles se toparon con rarezas como las estufas, los trineos y los patines, que ampliaron sus formas de diversión. A estos, el escritor Antonio de Torquemada los describió como «unos hierros llanos con unas puntas adelante [...] y con estos resbalan por los hielos de suerte que en poco tiempo hacen muy largo camino».
Los flamencos resultaron más acogedores de lo que podría imaginarse. «La kermesse heroica», una película francesa de 1935, muestra cómo el recelo inicial de los habitantes de una pequeña ciudad flamenca ante la llegada de las tropas españolas da paso a las buenas migas. El filme provocó altercados en algunas ciudades belgas y fue acusado, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, de fomentar el colaboracionismo. No obstante, la ficción que refleja no difiere de la realidad, si bien es obvio que no todos se sintieron a gusto, fuesen flamencos o españoles. Gonzalo Fernández de Córdoba y Cardona, un descendiente del Gran Capitán que sirvió a las órdenes de Ambrosio Spínola, escribió a su hermano: «Me hallo aquí tan solo y tan estraño que no tengo hora de paz, porque los españoles son pocos desestimados y los que tienen algún lugar están con los casamientos y costumbres de la tierra tan embastardecidos, que los miro casi como estranjeros, y yo no me puedo ver metido entre tanto flamenco y tudesco vestido con calzas coloradas». En el extremo opuesto, Vázquez se explaya en las amenidades que aguardaban a los soldados con el bolsillo rebosante, como las hosterías, «que son casas particulares donde se da de comer espléndidamente y con gran limpieza, por moderado interés, a todos los forasteros con mucho regalo»; o como los lupanares de Amberes, que ofrecían a los clientes retratos de las meretrices, de modo que aquellos «escogían los que les parecía, y luego iba el señor de la casa y le traía el original, y habiéndolo gozado se enviaba por vino o cerveza». En la comedia «El asalto de Mastrique» (ca. 1600-1606), Lope de Vega incluye un personaje femenino que parece salido de aquel ambiente, la joven flamenca Aynora, que exclama en cierto punto de la obra: «En viendo algún español / se me va el alma tras él, / que me parece que dél / salen los rayos del sol».
Un apodo: «los galanes»
La combinación de soldados ricos y tiempo libre era muy beneficiosa para la población local –y, a la larga, no tanto para los primeros–. En los meses veraniegos de 1589, dado que Alejandro Farnesio estaba enfermo, las tropas permanecieron ociosas. El tercio del maestre de campo Sancho Martínez de Leyva, alojado en Lier, empezó a organizar fiestas; lo propio hizo el tercio de Juan Manrique de Lara, que se hospedaba en Malinas. El sueldo y los ahorros de la tropa se esfumaron en vestidos y galas adquiridos a los mercaderes flamencos. Las celebraciones en Malinas fueron espectaculares. El tercio se había ganado años atrás el mote de «los galanes» y les iba la honra en conservarlo. Al margen de cortejar a la doncellas locales, los soldados organizaron una serie de juegos y carruseles en los que intervinieron incluso jinetes disfrazados de moros. En la plaza mayor se construyó un castillo improvisado y los soldados simularon un asedio para diversión de la población y los vecinos de los lugares próximos. Incluso se celebraron corridas de toros, «aunque en Flandes son mansísimos y no se acostumbran a correr», dice Vázquez.
El epílogo del jolgorio fue menos alegre. Los soldados salieron en campaña sin dinero y los vivanderos, los civiles que seguían al ejército, se negaron a vender alimentos a quienes no tenían con qué pagarlos. Poco después estallaría el primero de una larga sucesión de motines que lastrarían el esfuerzo bélico durante quince años.