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Un héroe en busca de un profeta

La vida de T. E. Lawrence, el autor de «Los siete pilares de la sabiduría», se movió siempre entre la utopía de sus sueños y la realidad de la guerra y los intereses políticos
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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

  • David Solar

    David Solar

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La vida de T. E. Lawrence, el autor de «Los siete pilares de la sabiduría», se movió siempre entre la utopía de sus sueños y la realidad de la guerra y los intereses políticos.
Lawrence subió a su moto en su casa de Clouds Hill y se dirigió a la localidad de Bovington para enviar un telegrama. Luego, montó en su motocicleta, presa de los pensamientos que le obsesionaban desde hacía un año: ¿Qué iba a hacer ahora? Su aventura arábiga ya estaba contada. Podía escribir otras cosas y ya había tomado algunas notas para la biografía de Roger Casement. Mientras el aire azotaba su rostro y las ruedas de la moto chirriaban en las curvas, torció el gesto: admiraba mucho al patriota irlandés por su lucha contra los abusos coloniales en el Congo y en la Amazonia, cuya vida en algunos aspectos le parecía similar a la suya... No, no. Le interesaban poco los grandes ríos, las inextricables selvas o los remotos indígenas. Amaba los desiertos, los cielos tachonados de estrellas, las cabalgadas con aquellos centauros árabes tan especiales, tan señores como brutales, tan fraternales como inhumanos, generosos y mezquinos a la vez. La moto volaba por la estrecha y sinuosa carretera y eso le hacía sentirse vivo: la velocidad, las máquinas eran lo que más le había interesado en los últimos años. Ya que no pudo ser piloto de la RAF, valía volar por las carreteras del condado de Dorset, en el suroeste de Inglaterra, mientras a su estela dejaba desengaños, decepciones y traiciones. De pronto, salió despedido de la motocicleta, voló sobre el asfalto y se golpeó la cabeza. Seis días estuvo en coma, entre la vida y la muerte en el hospital militar de Bovington Camp, pero Lawrence ya no volvió de aquel viaje. Es un misterio, pero quizá aquellos últimos proyectos le apetecieran tan poco que no le interesara regresar. Falleció el 19 de mayo de 1935. Al funeral de uno de los héroes del siglo XX, celebrado en la tarde del 21 de mayo, asistieron familiares, amigos y algunas personalidades de segunda fila del ejército y la política, la prensa y la literatura. No se recuerda a ningún árabe.
La peripecia del arqueólogo
Thomas Edward Lawrence (Trema-doc, Gales, 16 de agosto de 1888-Bovington Camp, Dorset, Inglaterra, 19 de mayo de 1935) fue hijo de un terrateniente anglo-irlandés, que en pocos años movió a su segunda familia por Irlanda, Escocia, Gales y Francia, culminando su nomadeo en Oxford, donde Lawrence estudió en el prestigioso Oxford City High School, en el que se graduó a los 19 años. Durante su bachillerato lo que más le interesó fue la historia, la geografía y la literatura y, como tema obsesivo, las Cruzadas. Por eso no perdió ocasión alguna de visitar los arruinados castillos ingleses relacionados con la época y, el verano de 1906, lo pasó en Francia, recorriendo en bicicleta cuantas fortalezas habían tenido que ver algo en el asunto.
Estudió Historia en Oxford y tomó clases de dibujo, pues se proponía investigar la arquitectura militar de las cruzadas. Y a ello se dedicó durante los siguientes años: viajó más de dos mil kilómetros por Palestina, Siria y Líbano, casi siempre a pie, visitando 36 de las 50 fortalezas erigidas por los cruzados. «Creen que estoy loco por moverme a pie buscando ruinas. Cada media hora, mi escolta me invita a montar y se extraña cuando me niego (...) Estos lugares son tan solitarios y abandonados que se diría que soy el primer europeo que los pisa». Levantó planos, estudió y excavó algunas ruinas y, mientras, aprendió árabe. En 1910 presentó su tesis, publicada tras su muerte bajo el título «Crusader Castles» (1936). Y tanto impresionaron su trabajo, su experiencia arqueológica y su conocimiento de los árabes que el Museo Británico le invitó a excavar en las ruinas hititas de Karkemish, junto al Éufrates, en las que aún continuaba en 1914, cuando se le envió al Sinaí para dar una cobertura científica a una expedición topográfica militar. El estallido de la Gran Guerra (agosto de 1914) le sorprendió en Londres. Dejó sus apuntes, croquis y planos y se presentó voluntario. En un primer momento fue rechazado, pero pronto se necesitaron sus cualidades y se le habilitó como teniente, siendo destinado a El Cairo al departamento de Inteligencia militar, para el que trabajó como cartógrafo e intérprete. Y, enseguida, se apreciaron otras cualidades: conocía a los árabes, entendía sus sentimientos e intereses y la compleja situación que sufría en Arabia, donde, aparte de la presencia otomana, se vivía una guerra entre el Jedive Hussein de La Meca e Ibn Saud, señor del Nejd, con capital en Riad. Así pasó a desempeñar, también, funciones de consejero.
La primera oportunidad de desempeñar un papel relevante se presentó en 1916. La expedición del general Townshend, que había avanzado desde el sur de Mesopotamia hacia Bagdad para copar a los turcos en el Próximo Oriente, fue cercada y, como no se le podía auxiliar, Londres trató de comprar su libre repliegue y encomendó a Lawrence que negociara con el jefe otomano, Jalil Pachá, el final del cerco a cambio de un millón de libras esterlinas. Lawrence fracasó en la desesperada misión, que costó a los británicos 30.000 hombres, pero, de inmediato, se pensó en él como el agente idóneo para sublevar a los árabes y que éstos realizaran la misión que no había logrado cumplir Townshend. La revuelta árabe había comenzado en el verano de 1916, pero estaba atascada por conflictos internos y por falta de material y de una dirección adecuada. Para avivarla se envió al ya capitán Lawrence a Yedda, donde se entrevistó con el Jedive y tres de sus hijos, que no le gustaron: el mayor estaba enfermo, el pequeño era muy joven, el segundo, Abdallah, le pareció buen diplomático, quizá apropiado para la paz (sería el primer rey de Jordania, bisabuelo del actual monarca), pero para aquella guerra se necesitaba un profeta que galvanizara a los árabes, que levantara a las tribus, que disipara rencillas tribales y familiares por una empresa mejor: la victoria, la conquista de Damasco, la formación de un gran reino árabe. Y a buscar ese profeta se internó en el desierto, donde, combatiendo a los turcos, halló a Faysal, tercer hijo del Jedive.
Un hombre calado
Lawrence encontró a un hombre de 31 años, fuerte, ascético, lleno de autoridad y encanto: éste era el líder necesario. El príncipe, por su parte, calibró de inmediato al inglés: prescindiendo de su escasa estatura y débil apariencia percibió su voluntad de hierro, su dureza interna, su habilidad y conocimientos, pese a sus 28 años, y, de inmediato, se dejó aconsejar. La guerra no consistiría en rendir guarniciones, ni en conquistar ciudades: se trataba de dominar el espacio y controlar las comunicaciones. Si cortaban las rutas y las vías férreas, los turcos tendrían que emplear enormes fuerzas para asegurar el territorio y en campo abierto serían débiles, podrían derrotarlos y, al final, los echarían del desierto. Lawrence consiguió ayuda y fue designado enlace con la sublevación. En dos años las cabalgadas de los árabes desarticularon las comunicaciones otomanas, cortaron decenas de veces el ferrocarril, consiguiendo armas, alimentos, medicamentos y dinero. Vencieron a las tropas otomanas en las batallas de Fwelia y Aba el Lissan y, ricos en prestigio y medios, compraron voluntades y conquistaron aliados, con los cuales tomaron el puerto de Aqaba, echando a los turcos del mar Rojo. Luego ganaron en Tafileh, Deraa y Megido, expulsaron a los turcos de Arabia, amenazando su retaguardia en Palestina y propiciando el avance del Ejército británico de Allenby hasta Jerusalén (1917). Finalmente, Damasco abrió sus puertas a la caballería de Faysal el 1 de octubre de 1918. Para el ya teniente coronel Lawrence fue una victoria triste. Conocía a grandes rasgos el acuerdo Sykes-Picot, por el que Gran Bretaña y Francia se repartían las posesiones árabes del Imperio otomano, burlando lo pactado con el Jedive Hussein y las promesas que habían sublevado a las tribus del desierto. Era un patriota, pero se le desagarraba el alma saberse el instrumento por el que su país había engañado a los árabes. Al tiempo, estaba asqueado por la guerra, en la que había perdido amigos y hermanos, en la que había sido prisionero, maltratado e, incluso, violado. Y, también, estaba decepcionado por las propias rivalidades árabes.
Un hombre decepcionado
Por eso desapareció sin casi despedirse y regresó a Gran Bretaña. Formó parte, en 1919, de la delegación británica en la Conferencia de Versalles, en la que, también, asesoró a Faysal. Allí se descubrieron los trapicheos británico-franceses y, lo que es peor, la Conferencia redujo aún más lo pactado con los árabes, tanto que el decepcionado Faysal regresó a Damasco, donde se proclamó rey hasta que los franceses le destronaron. Lawrence también abandonó París y se recluyó en Oxford, donde trabajó en una historia sobre la revuelta árabe, una gran obra universal, «Los siete pilares de la sabiduría» (1926). En 1921, Winston Churchill, ministro de Colonias, le solicitó que participara en un comité para asuntos árabes, prometiéndole arreglar la injusticia cometida. Lawrence regresó a El Cairo, donde, según sus palabras, «dejando a un lado todas las cuestiones de acuerdos y promesas, cumplidos o traicionados», se entregaron los tronos de Jordania e Iraq a los príncipes Abdallah y Faysal.
Pero ni aquella componenda reparó lo que por dentro se le había roto a Lawrence, que solicitó una plaza como soldado raso en las Reales Fuerzas Aéreas (RAF), donde soñaba con pilotar aviones, y es que aquel andarín, que a pie, caballo o camello había recorrido muchos miles de kilómetros, adoraba la velocidad. No lo consiguió: por su conocimiento de motores se le destinó a una unidad de tanques, de la que salió, tras muchas gestiones, destinado a la RAF, que le envió a la India, donde se aburrió durante tres años desempeñando funciones administrativas y escribiendo libros sobre sus experiencias bélicas («Rebelión en el desierto» y «El troquel»). En 1929 regresó a Reino Unido y obtuvo –siempre como soldado raso– un destino que le interesó mucho: la RAF disponía de una base experimental de lanchas rápidas, donde disfrutó con la mecánica, la velocidad y la ocupación constante, hasta que, en febrero de 1935, concluyó su contrato militar, hizo su petate y regresó a casa. Ahí, en frase de sus amigos, «se instaló sólo acompañado por la desazón, la tristeza y la angustia». Hasta su mortal accidente hace ochenta años.
Política frustrada
Mientras Lawrence hacía promesas a los árabes para lanzarlos contra los turcos, sendas comisiones británicas y francesas, encabezadas respectivamente por Mark Sykes y Georges Picot, negociaron un acuerdo secreto para repartirse las posesiones otomanas en Arabia y el Próximo Oriente. Francia se quedaba con la administración del sur de Turquía y Líbano; Gran Bretaña, con la mitad sur de Mesopotamia (Iraq), la zona occidental de Persia y el norte de Arabia. Ambas potencias se reservaban, asimismo, dos zonas de influencia, donde estarían dispuestas a «reconocer y proteger un Estado árabe independiente o una confederación de estados árabes»: la francesa comprendía el norte de Iraq y Siria; la británica, la actual Jordania y el desierto del Neguev. Palestina se constituía en zona internacional, bajo mandato del conjunto británico y francés. El acuerdo contemplaba, también, algunas concesiones en favor de Rusia y derechos universales en favor de los firmantes. Es decir, la autonomía árabe sería muy limitada y dentro de pequeños territorios. Este acuerdo fue firmado el 16 de mayo de 1916. Tres semanas después comenzó la sublevación de los engañados árabes.
150.000 soldados desperdigados
Cuando en la posguerra se les negó a los árabes cuanto se les había prometido y cuando el príncipe Faisal fue expulsado de Damasco por los franceses, Londres trató de minimizar su traición a los acuerdos, asegurando que los árabes apenas habían luchado para merecer la devolución de sus territorios históricos. Aquel infundio, que aumentó la amargura de Lawrence, ha sido ampliamente desmentido por la Historia: Archibald Wavell, mariscal del Ejército británico y anteúltimo virrey de la India, participó con el grado de mayor en la campaña del Próximo Oriente en 1917/18 y valoró que «los árabes, bajo el mando de Lawrence, contribuyeron a la victoria de Allenby (...) Inmovilizó a 50.000 turcos en un momento crucial y obligó al alto mando otomano a reunir unos 150.000 soldados, desparramados por toda la zona en un esfuerzo inútil por contener la marea creciente de la rebelión árabe».
*Historiador