Historia

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Verdún, la batalla de los 303 días

Fueron diez meses de atroces combates que otorgaron al enfrentamiento el sobrenombre de la «máquina de picar carne». Decenas de miles de muertos que se convirtieron en testigos de una cita clave en la Gran Guerra

La participación de tropas llegadas de diferentes partes del imperio colonial francés fue importante
La participación de tropas llegadas de diferentes partes del imperio colonial francés fue importantelarazon

Se cumplen cien años del final de Verdún, el enfrentamiento más cruel de la Gran Guerra en el que las malas decisiones militares hicieron del combate una lucha agónica entre trincheras, como bien reflejaron sus supervivientes historia

«El final de la guerra de 1870 se decidió en París; el de ésta se decidirá en Verdún», afirmaba el káiser Guillermo II el 1 de abril de 1916, cuando la batalla, que llevaba seis semanas rugiendo, ya había desparramado por el campo cien mil cadáveres. La opinión del soberano alemán, que ni era muy brillante ni muy prudente, se basaba en los juicios del general Erich von Falkenhayn, que tampoco era un genio, tal como se le juzga hoy, tanto que se duda de lo que realmente pretendía en su ofensiva contra Verdún. «Puedo odiar a ese hombre y lo odio», decía uno de los más brillantes generales de la Gran Guerra, Erich Ludendorff, indignado por la petulancia de aquel «diletante», como le calificaba otro colega. Pero, petulante o aficionado, contaba con el favor real, desempeñaba la jefatura del Estado Mayor del Ejército alemán y, a finales de 1915, había concebido el ataque contra Verdún. ¿Qué ventaja pensaba sacar?

La ofensiva alemana sobre Francia en el verano de 1914, que amenazó con envolver París y decidir la guerra en dos meses, fue frenada en el Marne y la veloz guerra de movimientos, concebida mucho antes de la contienda por Alfred von Schlieffen, quedó atascada en el barro de Flandes y allí seguía año y pico después, sin expectativa alguna de romper el forcejeo y ganar la guerra. No era ese el único problema que afectaba al Plan Schlieffen: contaba con vencer a Francia y a sus aliados del oeste después de haber liquidado a Rusia (y, en 1914, Serbia), en una veloz campaña, pero la realidad es que los rusos seguían luchando pese a sus derrotas en los Lagos Masurianos y Tannenberg y durante 1915 habían contragolpeado a los ejércitos alemanes y austriacos.

Agravando las cosas, Italia, la nación amiga enlazada a los Imperios Centrales por la Triple Alianza, no se había unido a su esfuerzo militar; peor aún, en mayo de 1915 se había cebado con las promesas franco-británicas y declarado la guerra a austriacos y alemanes, iniciando una campaña en los Alpes que entretenía importantes fuerzas austrohúngaras.

Situación peliaguda

Después de año y pico de guerra, la situación era más que comprometida para Berlín y Viena, tanto que el jefe del Estado Mayor austriaco, Franz Joseph Conrad, le dijo al primer ministro húngaro, Esteban Tisza: «La destrucción de la maquinaria bélica rusa es imposible y no se puede derrotar a Inglaterra; por tanto, hay que firmar la paz dentro de un plazo no demasiado largo o quedaremos fatalmente debilitados, si no destruidos». No hacía falta ser profeta para llegar a tales conclusiones. La capacidad de reclutamiento germano-austriaca estaba al límite, tirando ya de las quintas más jóvenes y de reservistas, más o menos como Francia, pero Reino Unido tenía en filas a cerca de tres millones de hombres, todos voluntarios, e iba a iniciar el reclutamiento obligatorio, que le proporcionaría dos millones de soldados más, a los que se unirían medio millón de canadienses. Y eso sin pensar en Estados Unidos, cuyo ejército reducido y poco adiestrado estaba creciendo ostensiblemente y más que lo haría si, como pensaban en Berlín y Viena, al final se unirían a sus enemigos.

Y había mucho más: recursos industriales, energéticos, minerales y agrícolas. En 1914, la industria de los Imperios Centrales podía competir con la franco-británica, pero se estaba quedando atrás, no sólo por el esfuerzo que Londres y París estaban haciendo para imponerse, sino también por sus inmensos recursos materiales: gracias a su dominio del mar podía conseguir todo tipo de materias primas en sus imperios coloniales, en Estados Unidos y en Latinoamérica y, a la vez, estrangulaban las importaciones de los Imperios Centrales. Y, no menos preocupante: éstos vivían bajo un racionamiento espartano; nada que ver con lo que ocurría en Francia, Reino Unido o Italia, donde, dentro de una austeridad de tiempos de guerra, no faltaba de nada.

Por tanto, los análisis de situación militar, reclutamiento, producción industrial, reservas de materias primas y alimentos inducían a pensar que se llegaría a una situación insostenible a medio plazo. Ante esa perspectiva, los mandos militares y políticos alemanes analizaron varias hipótesis de actuación: desencadenar una ilimitada ofensiva submarina con el propósito de cortar los suministros que del mundo entero llegaban a las islas británicas, Francia e Italia, pero la impedían dos cuestiones: no disponía de suficientes sumergibles para sellar las costas de sus enemigos y, en caso de iniciarla, sería casi segura la implicación de Washington en el conflicto. Por tanto, primero era construir los submarinos y luego se valorarían las consecuencias de su utilización ilimitada.

Respecto a la campaña continental, Von Falkenhayn propuso la «operación Gericht» (Juicio) para revertir la situación: Verdún, un saliente francés que podía ser atacado desde tres lados y estaba mal comunicado por el cuarto, sería conquistado, favoreciendo las comunicaciones alemanas, acortando su frente, atrayendo fuerzas anglo-francesas del oeste, cogiendo a contrapié una ofensiva que, según los servicios de espionaje, planificaban los británicos en el Somme y, quizá, lo más positivo, abriendo de nuevo el camino hacia París. Tenía sentido, pero no satisfizo al Kronprinz, Federico Guillermo, jefe del V Ejército, que debía realizar la operación.

Se prepara la tormenta

La operación propuesta por el Estado Mayor del V Ejército, sin duda muy prometedora, requería agregarle cuantiosas fuerzas que sólo podría reunir Falkenhayn debilitando otros sectores; al respecto, dice: «Para esta operación local, Alemania no será forzada seriamente a exponerse en otros frentes. Puede confiadamente encarar los ataques de diversión que se esperan en otros puntos y, además, esperamos disponer de suficientes tropas para contratacarles». Por tanto, ordenó al Kronprinz atacar con lo que tenía y con los medios artilleros que le iba a proporcionar.

Los alemanes prolongaron hasta el punto de partida del ataque vías férreas que transportaron tres cuerpos de ejército (6 divisiones con unos cien mil hombres, la mitad del V ejército) y unos 1.300 cañones (con unas 700 piezas de 150 metros y un centenar de obuses, morteros y cañones de hasta 400mm, que podían lanzar proyectiles de 800 kilos) dotados por 3.000 proyectiles por tubo. Durante cinco semanas, 1.300 trenes transportaron a 20/30 kilómetros de Verdún todo ese material y miles de soldados cavaron trincheras a diez kilómetros de la ciudad sin que nadie pareciera percibirlo.

Pese a advertencias alarmadas como la del coronel Émile Driant, jefe de un regimiento de cazadores, que se hallaba en primera línea, Verdún vivía confiada. El avance alemán del verano de 1914 había soslayado la ciudad y en 1915 el punto neurálgico de la contienda se hallaba más al oeste, entre el Somme y el Oise. Verdún –apenas 21.000 habitantes– tenía en su casco urbano la fortaleza estrellada Vauban, que databa del siglo XVII, porque era la llave del paso del Mosa hacia la llanura de Champaña y el camino de París. A caballo de los siglos XIX y XX, aún se le concedía el mismo valor como vía de acceso desde Alsacia y Lorena –alemanas desde 1870– a París, por ferrocarril y carretera, lo cual le había merecido la protección de una media luna de 18 fortalezas, que habían costado un dineral.

No era ésa la situación a comienzos de 1916: una guarnición de apenas 30.000 hombres, artillería reducida a unos 400 cañones con 300 proyectiles de dotación (se habían retirado en los meses anteriores 50 baterías y 128.000 granadas), fortalezas casi desprovistas de ametralladoras y cañones y, en muchos casos, custodiadas por guarniciones de reservistas con apenas el 10% de los efectivos adjudicados a su defensa.

El ataque alemán estaba previsto para la madrugada del 12 de febrero de 1916, pero un auténtico diluvio azotó la región, convirtiéndola en un barrizal en el que ofrecía gran dificultad el movimiento de tropas, pertrechos y cañones, por lo que fue pospuesto nueve días, en los que se sucedieron fuertes heladas que endurecieron la tierra, a la vez que consumieron a los soldados refugiados en sus someras posiciones, según lamentaba el Kronprinz. Pero a las 07:15 horas de la mañana del 21 de febrero, cuando aún no había amanecido, la artillería alemana inició el bombardeo más violento que hasta entonces registraba la historia: 1.200 cañones dispararon sin pausa durante nueve horas un millón de proyectiles medianos y grandes sobre las posiciones francesas en un frente de diez kilómetros. El ruido atronador de las explosiones y su impacto sobre el terreno semejaban a un aterrador redoble de tambor que guarniciones francesas en los Vosgos, a 160 kilómetros de distancia, escucharon sobrecogidas.

Casi atardecía cuando, pasadas las 16 horas, se hizo un silencio sobrecogedor sobre un frente por el que los supervivientes franceses, ensordecidos, desconcertadas, tiznados y cubiertos de polvo vieron que se les veían encima los alemanes (tres cuerpos de Ejército: 3º, 7º y 18º) y muchos salieron huyendo, sobre todo cuando entraron en acción algunos atacantes, con una extraña mochila a la espalda y un tubo en la mano, del que inmediatamente salieron lenguas de fuego de hasta veinte metros que todo lo carbonizaban: una nueva arma, los lanzallamas. Otra sorpresa de aquel horrible atardecer fueron los «sturmtruppen» (grupos de asalto) que se movían ágilmente sobre el terreno con la Karabiner 98a (posteriormente sería el subfusil Bergman MP18), colgada del hombro, disparando desde la cadera contra cuanto se movía o lanzando bombas de mano.

Los avances fueron de tres kilómetros a lo largo del frente de ataque, con algunos puntos de resistencia, como el bosque de Caures, donde el regimiento de cazadores del coronel Émile Driant resistió entre los árboles carbonizados y seguirían haciéndolo hasta que pereció el propio coronel y sus 2.000 hombres (sobrevivían 118). Al final del día, el progreso alemán había sido de cinco kilómetros, pero la resistencia de los cazadores les había entretenido y advertido de que su misión no sería un paseo militar. Pese a ello continuó el empuje alemán, la eficacia de sus lanzallamas y de sus comandos y el control de su artillería de largo alcance, que neutralizaba los cañones franceses. El 24, hubo sorpresas para todos: por un lado, contraatacó el general Balfourier con el XX cuerpo de Ejército, que paró en seco el ala izquierda germana y, por otro, casi anochecido, soldados brandemburgueses penetraron casi sin oposición en el casi indefenso fuerte de Douaumont, tenido por inexpugnable.

El general Castelnau, que se había encargado de organizar la defensa del sector tras el ataque alemán, recomendó a Joseph Joffre, jefe del Ejército francés, que encargara al general la defensa de Verdún Philippe Pétain.

¡Ánimo, ya son nuestros!

Pétain se hizo cargo de la situación y dirigió al 2º Ejército francés hacia Verdún, con la fortuna de que las fuertes nevadas le procuraron unos días para implicar en la batalla a 90.000 hombres de refresco, acompañados por 23.000 toneladas de pertrechos.

Una de las unidades francesas más distinguidas en los combates de finales de febrero fue el 33° Regimiento de Infantería, mandado por Pétain antes de la guerra y uno de cuyos oficiales en Verdún era el capitán Charles de Gaulle. El futuro presidente francés, herido en una pierna por un bayonetazo, pasaría el resto de la guerra prisionero de los alemanes.

Dentro de la rutina de los atroces combates que siguieron –y que otorgaron a Verdún la fama de «máquina de picar carne»– se registraron problemas en la artillería alemana para avanzar al compás de su infantería, moviendo enormes y pesadísimas piezas por un terreno accidentado y helado o embarrado. A la vez, conforme la infantería alemana avanzaba hacia el sur sin protección, demostró su mortal eficacia la artillería francesa, cuyos cañones ligeros del 75, emplazados en la margen occidental del Mosa, machacaban con una lluvia de proyectiles a los asaltantes del pueblo de Douaumont –a unos 4 kilómetros del fuerte–. Los alemanes lo ocuparon el 2 de marzo a costa de dos millares de bajas sufridas por cuatro regimientos de infantería.

«¡Estamos rechazando todos los ataques de los alemanes. Ánimo, ya son nuestros!, arengaba Pétain a sus soldados, mientras que en el campo alemán, Falkenhayn se rendía a la evidencia: era imprescindible atacar por ambas márgenes del Mosa, de modo que las fuerzas escatimadas al planificar el ataque iban a ser utilizadas en primavera, pero en una batalla a cara de perro, sin sorpresa ni superioridad.

En marzo, atacaron al oeste del río, pugnando por hacerse con dos colinas imprescindibles para dirigir a su artillería y dominar el escenario: le-Mort-Homme y la cota 304. Conquistaron la primera y fugazmente la segunda a favor del infernal fuego de 800 cañones que dispararon sobre los montículos cuatro millones de proyectiles. Los topógrafos comprobaron que la cota 304 había perdido 4 metros de altura, triturada su cima por la artillería pesada alemana y, también, por la francesa, que no se quedó atrás para rechazar a los alemanes.

Aprovechando el momento de equilibrio, el alto mando francés sustituyó al agotado Pétain, que llevaba sin dormir siete semanas, por Robert Georges Nivelle, cuya consigna fue «No pasarán». No era retórica: si alguien retrocedía, se encontraría ante una corte marcial y una sentencia de muerte, cosa que llegó a ocurrir.

Los alemanes reanudaron la ofensiva sobre la margen oriental, logrando avances insignificantes. El inútil forcejeo y las cifras de bajas desesperaban a Berlín: Falkenhayn se planteaba suspender la operación, pero el Kronprinz estaba empecinado en ganar a toda costa. También era patente el malestar en París: a relevos, buena parte del Ejército francés había pasado por aquella tierra martirizada por treinta millones de granadas (al final de la lucha, en diciembre, serían 40 millones, casi a partes iguales). Al terminar la primavera, el jefe de Gobierno, Arístides Briand, visitó al general Haig, jefe de las tropas británicas, para que desencadenara de inmediato el ataque en el Somme evitando el colapso de los defensores de Verdún. Y la artillería británica comenzó a disparar. Como consecuencia, parte del V Ejército tuvo que acudir al Somme en auxilio de las amenazadas líneas alemanas y se fue debilitando la lucha en Verdún.

La humanidad está loca

Pero continuó por la pertinaz voluntad francesa de recuperar lo perdido. El forcejeo concedió escasas alegrías a ambos bandos, pero siguió el chorreo de vidas, que al final de la batalla, fechado el 19 de diciembre de 1916, alcanzaba la aterradora cifra de 747.113 bajas, repartidas igualitariamente entre ambos contendientes, aunque la cifra de muertos sufrida por Francia fue muy superior: unos 162.000 frente a unos 100.000 alemanes.

Sirva como epitafio a esta atrocidad la última anotación, 23 de mayo, aparecida en el diario del subteniente Alfred Joubaire: «¡La humanidad está loca! ¡Tiene que estar loca para estar haciendo esto! ¡Qué matanza! ¡Cuántas escenas de horror y muerte! No encuentro palabras para transmitir mis impresiones. El infierno no puede ser tan terrible ¡Los hombres están locos!». Joubaire murió al día siguiente.

La vía sagrada

Los refuerzos y pertrechos imprescindibles en Verdún sólo podían llegar mediante un trenecito y una angosta carretera, la «Voie Sacrée» (Vía Sagrada). La organización del tráfico por ambos medios permitió duplicar el tráfico ferroviario y meter en Verdún dos pequeños camiones por minuto; superando problemas, durante lo más caliente de la batalla llegaban semanalmente a la plaza 90.000 hombres y 50.000 toneladas de pertrechos. El brutal desgaste de vías y carretera fue subsanado por más de diez mil hombres. Un periodista escribía: «Todos los colores que componían el imperio colonial francés trabajaban para mantener en funcionamiento la línea de salvamento de Verdún (...) Poderosos senegaleses manejaban picos y palas junto a diligentes anamitas, vestidos con uniformes amarillos».

La oportunidad estaba en Italia

Pronosticar a toro pasado es fácil, de todas maneras, después del fracaso de Verdún, los especialistas se han planteado numerosas dudas. La primera ya la ofrecía el Estado Mayor del V Ejército: lo inteligente era atacar por ambas márgenes del río, para que la artillería de la orilla occidental no pudiera auxiliar a la oriental, batiendo a los atacantes de través. Debiera haber reforzado el V Ejército y, de considerarlo imposible, renunciar al ataque habría sido mejor opción que jugarse la batalla a una carta. Todavía peor fue empecinarse en proseguir la acción, pues carecía de futuro al no haber triunfado el primer mes. Más fructífero para la Triple Alianza hubiera sido el apoyo de Falkenhayn –en la imagen– a su homólogo austriaco Conrad, pero ambos personajes se odiaban y era difícil una colaboración. El esfuerzo desplegado en Verdún, aplicado en apoyo de la ofensiva austriaca en la primavera de 1916, hubiera dado con toda probabilidad el triunfo a los Imperios Centrales, cuyos ejércitos habían alcanzado la llanura padana cercando a los ejércitos italianos en el frente del Isonzo y poniendo a Roma en trance de capitulación.