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Wally Herbert, el Úlises del Ártico

Es una de esas leyendas que no atraen los focos de las masas. Este británico acometió una travesía que le condujo desde Alaska a las islas Svalbard
larazon

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Es una de esas leyendas que no atraen los focos de las masas. Este británico acometió una travesía que le condujo desde Alaska a las islas Svalbard.
En la última frontera siempre hay hielo. Y monstruos. Solo hay que ver a dónde le condujeron las pisadas de su creación al doctor Frankenstein y cómo los marinos de «The Terror», aquella miniserie producida por Ridley Scott para la HBO, encuentran la catástrofe en una criatura de contornos imprecisos, en un mito de los inuit, más que en una deficiente preparación, unas latas mal conservadas y una gestión de unas decisiones equivocadas, que es, en realidad, lo que arruinó la expedición Franklin, uno de los intentos de la marina británica por encontrar el paso del noroeste. Un fracaso ahora transformado en una leyenda, como casi todo lo que se ha echado a perder y se ha ido al traste. El hombre, en eso, es un ser inexplicable que siempre encuentra cierto resplandor en lo que es sencilla y llanamente una derrota sin paliativos, da igual que sea contra un enemigo o la madre naturaleza.
La Antártida y el Ártico, los desiertos blancos, son el horizonte de la última frontera. Unas tierras que permanecen indóciles y que no han perdido el romanticismo de la aventura (el buen romanticismo, aquel donde los hombres se juegan el resuello, aquello que reclamaba Lord Byron de morir antes con el pecho atravesado por un disparo que viejo y decadente en una cama) a pesar de las múltiples expediciones que se han adentrado en su aridez.
Solo hay que fijarse en las Fiji, donde los franceses detonaban bombas atómicas, Bali y otros tantos paraísos perdidos del Pacífico y el sureste asiático, y en la dramática manera en que han sucumbido bajo la pisada del turismo: hoy no son más que un reino de bungalows para cerveceros, surfistas adolescentes, musculitos con bañadores turbo, recién casados con todo pagado, mochileros con ganas de vivir y directivas solteras que, por unas semanas, deciden ir a lo loco. El sobrio paisaje helado, a pesar del cambio climático, lo único que todavía lo puede convertir en un jardín de recreo de masas, conserva por el momento la elegancia de lo lejano y lo inaccesible.
Wally Herbert pertenece a esa estirpe de odiseos que nunca han lamentado partir ni dejar a sus penélopes atrás, que sienten el sutil temblor de lo que es vivir adentrándose por donde jamás ha pasado antes ningún individuo. Él enlaza con ese linaje que arranca en el siglo XVIII con Constantine John Pipps y que continúa con Robert Peary y Amundsen. Herbert es una de esas leyendas que jamás atraen los focos de las grandes masas, más entretenidas en los «cuore» de la televisión y que después flipan, literalmente, cuando les venden la peli o la serie de turno sobre un explorador como Herbert, uno de los más relevantes que ha habido.
Acometió una travesía transiberiana que le condujo desde Alaska a las islas Svalbarg, algo que no se volvió a hacer antes de que él falleciera, y que se adentró hasta el polo norte geográfico, levantando una agria polémica al insinuar que Peary no había alcanzado esa meta, que se había quedado corto. Mientras el calor californiano todavía envolvía las protestas contra Vietnam, que venían del 68 y los jipis, él decidió marcarse el punto de ir a los puntos en blanco que aún figuraban en los mapas y darles un nombre, una referencia, que pervive en la posteridad. Un logro solo al alcance de leyendas como Adán, que nacieron para nombrar.