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Y París siguió siendo una fiesta artística

El Reina Sofía glosa en una exposición la diversidad de estilos y artistas extranjeros que vivieron en la ciudad en la posguerra frente a la hegemonía de Nueva York
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El Reina Sofía glosa en una exposición la diversidad de estilos y artistas extranjeros que vivieron en la ciudad en la posguerra frente a la hegemonía de Nueva York.
Si París fuese una ciudad... Pero París no es una ciudad, o no solo: es una cosmovisión, un estado de ánimo, una ilusión mental. Un lugar que «no se acaba nunca», como decía Hemingway en «París era una fiesta», aquella evocación nostálgica de los buenos tiempos de la Ciudad de la Luz. Por eso, tras la II Guerra Mundial, después de que los nazis se pasearan por los Campos Elíseos entre la complicidad de muchos y la hostilidad de otros, y a pesar del hundimiento de la imagen invulnerable de la ciudad de las libertades, numerosos artistas regresaron a la capital cultural de Europa en busca de los ecos de antaño, del bullicio creativo de la Belle Époque y el periodo de entreguerras, de la ciudad del cubismo y el expresionismo, de Modigliani y de Picasso. Entre ellos, el propio Pablo, uno de los actores fundamentales del resurgir de París como actor cultural tras la hecatombe mundial. En 1946 el malagueño pintó, por ejemplo, «La alegría de vivir» en la capital del Sena. Como si nada hubiese pasado entre medias o como si todo estuviese a punto de recomenzar.
Un salto demasiado grueso
Sin embargo, a pesar de que la fiesta artística no se acabó nunca en el París de posguerra, la historiografía oficial del arte tiende a dar un salto genérico desde la mítica Escuela de París (1915-1940), en que se fraguaron las vanguardias, a Estados Unidos y el Nueva York pujante del expresionismo abastracto, como si Europa, y aquella capital de la bohemia hubiesen dejado de existir para los pinceles o su relevancia fuese solo residual. «Esa idea es parcial y deja en la sombra a numerosos artistas», defiende Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía, que inauguró ayer la muestra «París pese a todo. Artistas extranjeros 1944-1968», una exposición que tanto él como su comisario Serge Guilbaut, definen como «de tesis».
Ésta no estaría muy lejos del título de uno de los ensayos más importantes de Guilbaut: «De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno» (1983). Contra esa idea de América como catalizador exclusivo de la vanguardia artística y meca de los creadores del mundo en los años 50 se rebela esta muestra que ejemplifica «la fuerza de la noción de inmigración», también en lo artístico, según el comisario, que reinó en París tras la guerra mundial: «Francia sabía que sin artistas de fuera la fuerza de París no podía sobrevivir», añade.
Al igual que antes de la contienda, donde Montmatre y Montparnasse asistieron al intercambio de ideas de rumanos y checos, italianos y españoles, franceses y norteamericanos, en los años 50 y 60 se fraguó en lñas calles de París una nueva bohemia, entre el humo de los garitos de jazz y las libertades públicas y sexuales tan bien retratadas por la cámara de Ed van der Elsken. Artistas europeos (españoles como Palazuelo, Tella, etc...), japoneses e incluso norteamericanos (entre ellos afroamericanos y homosexuales, peor vistos en su país que en la ciudad del Sena) confluyeron para crear obras entre la abstracción lírica, el art brut, la nueva figuración, el op art... «Además, los artista que no estaban de acuerdo con la causa [hegemónica del arte norteamericano] se iban a París», explica Guilbaut, donde todo lo diferente, lo raro, lo fuera de la norma tenía cabida.
En la ciudad las tensiones contra la sociedad de consumo eran más acusadas que en Estados Unidos y factores políticos como la Guerra de Argelia marcaban la agenda reivindicativa de una metrópoli que tenía contemporáneamente a Sartre, Camus, Vian y asistía a la eclosión de la Nouvelle Vague en el cine... Todo ese caldo de cultivo crítico y artístico eclosionaría en Mayo del 68, punto y final de la exposición del Reina que, si no presenta grandes nombres para el visitante medio, descubre a muchos otros y pone el foco ahí donde la crítica oficial lo había descuidado.
En total, se presenta a cerca de un centenar de artistas a través de 200 piezas, ya sea pintura, escultura, vídeo o películas, como «Un americano en París» (1951), carta de amor de Vicente Minelli a un lugar que seguía viviendo del prestigio de antaño, a lo que se sumaba una vitalidad aún notable gracias a la suma de las nacionalidades: «Esta exposición tiene un interés actual en unos momentos en que Europa no sabe qué hacer con los inmigrantes. París se articuló a partir de los extranjeros», recuerda Borja-Villel.