Coronavirus
El hideputa y la conversión de villanos en héroes
"Nos dicen que saldremos más fuertes. Nada más lejos de la realidad. De ésta saldremos peor"
«Me temo que he pillado el ‘‘bicho'‘. Ayer 39°C de fiebre, escalofríos y tos seca. Esta mañana algo mejor. Estoy aislado». El 14 de marzo comenzaba el diario de mi enfermedad. Ese virus, el hideputa en mi nomenclatura, me mantuvo fuera de combate más de un mes.
Los primeros días, la fiebre y la tos imponían su ley. «El perro negro», en homenaje a mi admirado Winston Churchill, apareció convertido en una tremebunda resaca continua que me impedía pensar con claridad y conciliar el sueño. Por desgracia, también hizo muy bien su trabajo. Cada despertar, después de apenas dos horas de descanso nocturno, era como haber sido atropellado por una estampida de elefantes. Con mis dos metros, 125 kilos, deportista veterano y llevando una vida saludable, pensaba que estaría libre de las garras del bicho. Mi inconsciente soberbia fue machacada por el microscópico enemigo.
Acosado por la enfermedad, acudí al hospital al sexto día para que me hicieran placas de tórax. El virus todavía no había conquistado mis pulmones y volví contento a casa. Parecía que iba ganando la partida, que mi cuerpo por sí solo podía vencer al bicho. Iluso de mí, tuve que volver tres días después. El oxímetro de dedo que tenía en casa debía de estar estropeado porque no paraba de pitar (por debajo del 90 por ciento de saturación de O2), pero yo no notaba dificultad en la respiración. Siguiendo el consejo, o más bien las órdenes de mi mujer y de mi vecino médico del SAMUR, volví al hospital Puerta de Hierro para otra revisión torácica. Confirmada la afectación pulmonar, pasé a planta para recibir la medicación contra el hideputa. El cóctel de antivirales, medicamentos contra la malaria y antiinflamatorios empezaron a hacer su benéfico efecto.
El exquisito e impecable trato recibido en el hospital por los sanitarios y sus trabajadores es lo que queda de tan funestas jornadas de convalecencia. Los médicos iban aprendiendo de la evolución de sus pacientes y yo me sentía afortunado por la mejoría experimentada. Seis días después volví a casa con ocho kilos menos y con la sensación de que mi vida había superado un trance muy peligroso. Desde esta tribuna, mi reconocimiento a la labor de todo el personal hospitalario que consiguió curarme. Mi más profundo agradecimiento.
34 días después del inicio de los síntomas logré salir del confinamiento absoluto. Como una fiera que llevase años enjaulada, me costó dar el paso y abandonar la «celda de aislamiento» en que se había convertido mi habitación. En la balanza pesó mucho más el poder abrazar a mi mujer y a mis hijos.
Durante la fase aguda de la enfermedad se pierden todos los apetitos. Afortunadamente, el gusto y el olfato no me abandonaron. En la estancia hospitalaria soñaba con atracarme de platos sencillos, pero de un valor incalculable en esta situación. Poder degustar unos huevos fritos con patatas al llegar a casa me hizo la persona más dichosa del mundo. Con qué poco se alcanza la felicidad cuando te has visto entre la espada y la pared.
Esta pesadilla ha convertido a algunos villanos en héroes. Nos dicen que saldremos más fuertes. Nada más lejos de la realidad, saldremos peor, con decenas de miles de fallecidos. El baile macabro y obsceno del número de caídos no debe hacernos olvidar el dolor de las familias y allegados que han perdido a sus seres queridos. Que sirvan estas palabras como recuerdo y homenaje a todos los que nos han dejado en estos aciagos meses.
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