India
El oro más negro de Qatar
Las condiciones de los obreros que levantan los doce estadios que albergarán la Copa del Mundo de 2022 son propias de la esclavitud
No es oro ni petróleo todo lo que reluce en el país más rico del mundo, aunque se empeñe en mostrar esa imagen al resto del planeta. Rascacielos interminables, lujo y los establecimientos de las marcas más famosas de la tierra pueblan el aeropuerto y cada centro comercial de Qatar. En las tiendas ni siquiera pone el precio de los productos en venta. Da igual, se trata de estar a la última en todo con los objetos más exclusivos del mundo. Doha, la capital, es una ciudad de contrastes que no descansa y en la que casi todo está aún por construir. Para ello se trabaja las 24 horas del día. Nunca se apagan las luces y las grúas no cesan en su actividad en ningún momento. El objetivo es fabricar una ciudad nueva en una zona en la que hace 20 años sólo había arena.
Aparentemente no existe la pobreza o, al menos, no hay mendigos pidiendo en las calles, pero no hace falta irse muy lejos de la urbe para comprobar las grandes desigualdades y la auténtica realidad del país. Sólo 300.000 de los 1,7 millones de habitantes, según la BBC, posee la nacionalidad qatarí con sus consiguientes privilegios en aspectos tan básicos como educación y sanidad. El resto son extranjeros y el 94 por ciento procede de Pakistán, India y otras regiones de Asia.
En el corazón de la «zona Aspire» se levanta un complejo deportivo impresionante y cuya joya de la corona es un centro de alto rendimiento con las últimas tecnologías. Allí, junto al centro acuático Hamad, donde Mireia Belmonte batió dos récords mundiales y consiguió cuatro oros en los Campeonatos del Mundo de piscina corta, está el «Kalifa Stadium», uno de los doce estadios que albergará los partidos de la Copa del Mundo de 2022. Un simple paseo por la parte trasera del coliseo en obras muestra la otra cara de Qatar, una realidad bien distinta a la imagen de riqueza que se intenta vender a toda costa. El paso a esta zona es libre y desde fuera se pueden contemplar las obras de lo que será una construcción faraónica... Pero en cuanto el visitante intenta adentrarse en las obras y ver a los trabajadores de cerca, la tarea se complica. Un guardia de seguridad sale de inmediato al paso preguntando procedencia, profesión y objeto de la visita. En el instante en que nos presentamos como periodistas, coge el «walkie talkie» y nos pide educadamente que nos vayamos de allí. En otra zona del recinto recibimos la misma respuesta: no se pueden hacer preguntas ni cruzar la valla para ver el trabajo de los obreros. Nos sentimos observados en todo momento, tanto por los trabajadores, que incluso cesan de realizar sus tareas ante nuestra presencia, como por el personal de seguridad, molesto ante tanta curiosidad. Hay un grupo de obreros que descansa. Todos son inmigrantes y sólo uno habla inglés. Dice «yes» a esa pregunta, pero ya no va más allá. No responde a ninguna más. El miedo y las posibles represalias se lo impiden. De pronto aparece otro miembro de vigilancia y despeja la zona.
Se trata de tapar una realidad imposible de ocultar. Según la Confederación Sindical Internacional (CSI), 1.200 trabajadores ya han muerto en las obras del Mundial 2022 y se podría llegar a 4.000 si no se hace nada para remediarlo. Las condiciones vitales y de trabajo –ver despiece– son propias de la esclavitud y aquellos obreros que, vista la situación, pretenden abandonar el país tampoco pueden hacerlo. Regresar a sus lugares de origen es una misión imposible porque no disponen del dinero suficiente y su pasaporte, en el 90 por ciento de los casos, está confiscado por los responsables de las obras.
La situación ha llevado al país a llevar a cabo una reforma laboral que deberá ponerse en marcha antes del 10 de marzo de 2015. Con la nueva normativa se pretende defender los derechos humanos de los obreros y reemplazar así el sistema laboral «kafala», en el que los trabajadores extranjeros no podían salir del país sin permiso de sus empleadores.
Lo más paradójico es que en un país que se quiere abrir al mundo a través del deporte, y que este año ha albergado 46 eventos deportivos de alto nivel, se requieran cambios tan urgentes en material laboral y de derechos humanos para evitar que toda la opinión pública mundial conozca la situación real.
La FIFA, los organizadores de la Copa del Mundo y las numerosas empresas que trabajan en la zona parecen ajenas a la dramática situación de la gran mayoría de los trabajadores.
Un infierno a las puertas del desierto
La vida en el país más rico del mundo puede llegar a convertirse en un infierno para los obreros que están construyendo los estadios para la Copa del Mundo. Soportan jornadas interminables de trabajo a temperaturas que pueden llegar a 53 grados. El sueldo es ridículo (300 dólares de media) y en muchos casos se tarda varios meses en cobrar. Además, se ven obligados a repartir gastos, como las 16 personas que comparten piso para pagar los 700 dólares del alquiler. Se ha dado el caso de la convivencia de 300 obreros en las 22 habitaciones de un edificio con tan sólo cinco baños y en el que las duchas son una botella de agua. Según la Confederación Sindical Internacional, 1.200 trabajadores han muerto ya en las obras.
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