Opinión

Dos campeonísimos contra el «simonebilismo»

La grandeza de Riner y Djokovic se palpa en cómo pelearon por una medalla de bronce con el palmarés que tienen

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El viernes tokiota fue una jornada durísima para los mitómanos del mundo, que perdimos en pocas horas la ocasión de contemplar dos de los hechos prodigiosos que nos prometían estos Juegos: el Golden Slam de Novak Djokovic y el tercer oro consecutivo en los pesos pesados de judo de Teddy Riner, dos deportistas que no compiten con sus contrincantes de hoy, sino que buscan rivalidades legendarias en divinidades de sus disciplinas como Rod Laver o Anton Geesink. Ambos perdieron en buena lid frente a dos hombres valientes e inspirados que no serán recordados por sus medallas, sino porque batieron a los ídolos, y ambos reaccionaron ayer con la grandeza que sólo los elegidos pueden mostrar.

Ni Djokovic ni Riner necesitaban ningún tipo de medalla de bronce u otro galardón que añadir a un palmarés del tamaño de una longaniza para llegar al corazón de los aficionados en general y al de sus compatriotas en particular. El tenista es lo más parecido a un héroe nacional que ha tenido Serbia desde el príncipe, venerado por la Iglesia ortodoxa, Lázaro Hrebeljanovic, el que detuvo al invasor otomano en la batalla de Kosovo Polje (1389). El judoca es una personalidad en Francia a la altura del Presidente de la República o del difunto Johnny Hallyday, alguien que encabeza desde hace una década el ranking de «personaje más querido por los franceses» y que se ve obligado a entrenarse en Japón o en Marruecos porque en su país no puede, literalmente, poner un pie en la calle. Soportaban los dos, o sea, toneladas de presión autoimpuesta por su ambición de realizar conquistas de locura y los dos fracasaron. ¿Se escondieron entonces al «simonebilesiano» modo? No. Reunieron las pocas fuerzas que les quedaban para intentar pescar un bronce y contribuir al medallero de sus delegaciones en las competiciones mixtas.

Lo de menos fue que Djokovic se chocase contra un genial Pablo Carreño y, agotado, se retirase de la consolación que tenía que jugar junto a Nina Stojanovic o que Riner tumbase a dos rivales en la repesca del torneo individual y derrotase a Japón en la final de la prueba por equipos. El resultado, comparado con el tamaño de estos deportistas, es anecdótico porque lo sustancial es la voluntad de no aflojar nunca, ni siquiera cuando el envite es menor y la última micra de energía hace tiempo combustionó. Aquí, amigos, lo importante tiene que ver con la hombría –sí, entiendo que la palabra suena antipática en estos tiempos, pero es lo que hay– y tiene que ver con lo más profundamente humano: el lenguaje.

Según el diccionario etimológico de Joan Corominas, «campeón» procede de la voz lombarda «kamphio» y significa «paladín que combate en defensa de otro». Djokovic y Riner, incluso tras el enésimo ace de Zverev o después del waza ari de Bashaev, son campeones de una dimensión inconmensurable porque sus partidos y sus asaltos trascienden lo deportivo: son paladines que combaten para alimentar los sueños de fans en sus respectivos países, sí, pero también en todo el mundo. No necesitan más títulos ni más gloria ni más reconocimiento ni más dinero. No necesitan nada, sino somos nosotros quienes los necesitamos a ellos. Nos gustaría que fueran eternos e invencibles. Rafa Nadal, Michael Jordan, Woody Allen y Curro Romero pertenecen a su misma especie. Y muy poquitos más.