Opinión
El triunfo de la escalada: es espectacular e inteligible
Al profano no interesan los deportes en los que no se sabe quién ha ganado hasta que lo dicen los jueces
Vistos casi todos los deportes y modalidades nuevas incluidas en estos Juegos, a falta de ese debut y despedida del kárate que nos promete medallas, se pueden despachar las decisiones de los programadores del COI con una taurina división de opiniones. Lo que falta por contemplar es otro deporte de combate en el que, ojalá, las decisiones arbitrales sean claras como en el judo y la lucha, no oscurantistas como en el taekwondo y el boxeo, más esa cosa rara del kata –a medio camino entre el arte marcial y la coreografía– en el que brillarán dos españoles, quizá por el extraño parecido que guarda con ciertos palos flamencos. Prueben a imaginarse a Joaquín Cortés dando sus «pataítas» por alegrías con un kimono blanco y esa cara de mala hostia que pone cuando baila… ¿qué japonés le iba a quitar el oro?
Hoy disputa la final de escalada Alberto Ginés, un cacereño que aún no ha cumplido los diecinueve y que ya brilla en un deporte que sí ha venido para quedarse. Por dos motivos: es visualmente espectacular y se entiende con facilidad. El profano puede disfrutar de las tres modalidades sin necesidad de que le expliquen las sutilezas del reglamento, lo que lo conecta con los deportes de toda la vida: gana quien llega antes o quien marca más puntos. Cualquier pueblo mediano cuenta con un rocódromo para iniciarse y, como actividad lúdica, es completa porque desarrolla todos los grupos musculares pero también sirve –en la montaña o en un entorno urbano– para monologar interiormente y hacer abstracción de todo. «Mindfulness», le dicen.
El surf tiene un solo inconveniente: los jueces deciden quién se pone la medalla y, por lo que se ha visto en Tokio, los perdedores nunca están conformes. Salvado este altísimo escollo –la gimnasia lleva un siglo en permanente afinación de sus notas y aún no ha dado con la tecla–, es universal, de una plasticidad asombrosa y contará, en 2024, con el mejor escenario posible porque los organizadores de los Juegos de París han tenido la brillante idea de llevarse la prueba a las playas oníricas de Tahití, en el Pacífico Sur, colonia francesa que inspiró la mejor parte de la obra de Paul Gauguin y una de las mecas, junto a Hawái, de los devotos de la tabla.
El pinchazo del skateboard, sin embargo, ha sido considerable y no será nada comparado con ese infumable circo del break-dance dentro de tres años: dos ocurrencias lamentables, a la altura del BMX freestyle –dar piruetas sobre una bici pequeñita–, que también ha comparecido en Tokio con más pena que gloria. El fan de los deportes se alimenta del deseo de victoria (o de derrota, que viene a ser lo mismo), por eso nos volvemos locos con el tiro en el momento exacto de la final del trap mixto que disputa España y nos olvidamos para siempre cinco minutos después de celebrar la medalla. Esa pulsión agónica se quiebra en la consciencia de que da igual lo que estemos viendo, ya que la alegría o la decepción dependerán de lo que unos señores, en virtud de sabe Dios qué códigos, están apuntando en una cartulina. En ese momento preciso, decae el interés y vamos a la alacena a rellenar el platito de las avellanas.
«Tranquilos, hoy no es el día más importante. El día más importante es el de la corrección», nos decía un profesor de latín del instituto para calmarnos los nervios durante el examen. No se puede celebrar la aparición de un 9,4 como si fuera un gol o un salto válido en pértiga. No se puede.
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