Río de Janeiro

Porque siempre hay una esperanza

Diez refugiados competirán en Río bajo la bandera olímpica. Por ellos y por los millones de personas que sufren historias como las suyas

El equipo olímpico de refugiados posa en el Corcovado
El equipo olímpico de refugiados posa en el Corcovadolarazon

Diez refugiados competirán en Río bajo la bandera olímpica. Por ellos y por los millones de personas que sufren historias como las suyas

Diez atletas se hacían el fin de semana una foto en el Cristo del Corcovado. Sonreían. Un instante de felicidad tras una vida que nadie se merece y que por desgracia muchas personas tienen que sufrir. Y muchas son muchas: hasta 60 millones, obligadas a abandonar su casa, a dejarlo todo atrás para convertirse en refugiados por culpa de la guerra. En un evento como los Juegos Olímpicos, en el que el negocio ha ido comiéndole terreno al deporte palmo a palmo, todavía quedan iniciativas que rescatar, más allá de lo que puedan ofrecer en el tartán, la piscina o el pabellón Phelps, Bolt y compañía. El Comité Olímpico Internacional decidió crear un equipo de refugiados con diez integrantes (dos nadadores, dos judocas y seis atletas) que lucharán por los millones que han padecido y padecen historias como las suyas. Y sí, son deportistas, que entrenaban pese a todo y siguen haciéndolo.

Detrás de cada sonrisa, un drama, por mucho que uno intente no ponerse melodramático. No se puede calificar de otra forma la historia de Anjeline Lohalith, que no sabe qué aspecto tendrán sus padres, ni siquiera si estarán vivos, aunque le han comentado que seguramente sí. Desde que tenía seis años no los ha visto y ahora ya cuenta 21. Tuvo que huir de Sudán del Sur cuando la guerra lo destruyó todo, pero no se olvida de ellos. Si consiguiera un premio, lo primero que haría es comprarle a su padre una casa mejor, según ha confesado en declaraciones recogidas por ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados. Se entrenaba en el campo de refugiados en el que estaba en el norte de Kenia. En la prueba de 1.500 en Río, correrá delante de miles de personas en directo y muchas más por televisión. La misma guerra dejó a James Chiengjiek sin hogar. Dicen que correr es de cobardes pero muchos casos demuestran lo contrario. Él corrió para no convertirse en un niño soldado y en Río correrá en la prueba de 800, para «inspirar a otros» a que no se rindan ante la adversidad. Similar mensaje, y en idéntica distancia, defienden Yiech Pur Biel, en chicos, y Rose Lokonyen, en chicas. «Quiero representar a mi pueblo y si logro alcanzar mi objetivo quizá pueda regresar y organizar una carrera para promover la paz y unir a la gente», dice ella, que descubrió hace apenas un año su talento para el atletismo. «Puedo demostrarles a mis compañeros refugiados que hay oportunidades y esperanza en la vida», asegura él, que empezó con el fútbol y terminó en el atletismo. Ellos cuatro están en Kenia, como Paulo Lokoro, un pastor que vio cómo la guerra en Sudán del Sur acababa con su ganado y con todo lo que le rodeaba y le obligó a huir. Ha pasado de correr sin zapatillas a hacerlo a las órdenes de la ex atleta Tegla Loroupe.

Quien llevará la bandera olímpica será Yusra Mardini, una nadadora a la que la natación salvó la vida, como las de muchos otros. Cambiamos de escenario a la más reciente guerra de Siria. Mardini encontró asilo en Alemania, donde llegó después de una travesía por varios países por tierra y mar. Una de sus primeras paradas fue Grecia, y en el trayecto, la embarcación en la que viajaban 20 personas empezó a inundarse. Ella, que ya había defendido a Siria en un Mundial de natación, y su hermana Sarah se lanzaron al agua a remolcar la barca, ayudadas después por dos chicos. «Hubiera sido vergonzoso si alguien se ahoga», se limita a decir. En Alemania pudo seguir preparándose para competir en Río en los 200 libres. Sólo tiene 18 años, siete menos que Rami Anis, nadador desde niño por la influencia de su tío en la maltratada Alepo, donde las bombas y los secuestros eran el día a día. Hizo un periplo por Turquía, –donde le mandaron sus padres para alejarlo del horror–, Grecia y finalmente Bélgica. Siempre nadó buscando el sueño que ahora va a cumplir.

Ocho días solo en el bosque pasó Popole Misenga, de Kisingani, en la República Democrática del Congo, hasta que fue rescatado. En el centro al que le trasladaron descubrió el judo, un deporte que le dio disciplina y confianza, pero también el lado oscuro de un entrenador que si no ganaba le encerraba en una jaula y apenas le daba comida. Compitiendo en el Mundial en Brasil dijo basta, pidió asilo y ahora, en esa tierra, será olímpico y ha formado una familia. El mismo sufrimiento vivió la también judoca Yolande Mabika, separada desde niña de sus padres. Empezaron durmiendo en la calle, pero han logrado salir adelante.

Yonas Kinde huyó de Etiopía a Luxemburgo y en Río correrá el maratón. Cuando se enteró de que había un equipo de refugiados empezó a entrenar dos veces al día, a doblar las sesiones y a combinarlas con el trabajo de taxista con el que se gana la vida. «Claro que tenemos problemas, pero en un campo de refugiados puede pasar de todo», cuenta.