Opinión
Djokovic o la lucha por los derechos individuales
Un servidor, que se ha puesto la doble dosis y que considera que la vacunación funciona, estima sin embargo que la libertad individual debe prevalecer
Conocí a Novak Djokovic hace años en el Santiago Bernabéu. Casualidades o, más bien, curiosidades de la vida me lo presentó Rafa Nadal. Ambos paraban por Madrid por la celebración del Mutua Madrid Open, un torneo que por calidad y por cantidad merecería ser el quinto Grand Slam, que no lo es oficialmente, pero sí de facto. El tipo fue absolutamente encantador. Conmigo y con todo quisqui. No puso pega alguna a hacerse selfies con todos aquellos que se le aproximaron. De su boca no salió una mala palabra sino todo lo contrario: medio centenar de sonrisas, tantas como personas le rogaron el posado de rigor. Lo mismo que nuestro mejor deportista de siempre. Pero al genio de Manacor ya lo conocemos: es ejemplar dentro y fuera de las canchas, un personaje con valores que debería ser asignatura obligatoria en todos los colegios y en todas las escuelas de negocios de España.
Al de Belgrado lo he visto jugar en directo en no menos de cinco ocasiones: una en Roland Garros, tres en Madrid y una en Nueva York. Es un auténtico superdotado: tiene algo más de tenis que Nadal, algo menos físico, pero cien veces menos cabeza. Si tuviera el coco mejor ordenado se hubiera echado al coleto no menos de 25 Grand Slams en lugar de la veintena que ostenta por el momento. Aún recuerdo el bolazo que propinó accidentalmente a una de las jueces de línea en octavos del US Open, lo que le valió la descalificación de un torneo que con toda probabilidad hubiera conquistado. Le montaron un pollo de padre y muy señor mío pese a que la bola no iba a gran velocidad y pese a que se fue raudo y veloz a ayudar y pedir perdón a la víctima en el instante mismo en el que se percató que la pelota circulaba en dirección equivocada.
También le han hecho famoso por su rol de destrozarraquetas, especialmente, tras ese partido por el bronce de los Juegos Olímpicos de Tokio frente a nuestro Pablo Carreño. Es la escena más conocida, pero no la única: sin ir más lejos se cargó una en la anterior edición de Australia y otra en el Open Usa de septiembre. Una lamentable costumbre que parece que la hubiera inventado el serbio pese a que la practican decenas de tenistas de élite, desde John McEnroe hasta el inigualable Ilie Nastase pasando por Marat Safin -dejó para los restos 1.000 en toda su carrera- o Jimmy Connors. Nada que ver con el campeonísimo de Manacor, que jamás ha lanzado rumbo al suelo una de sus Babolat, entre otras razones, porque su superlativo tío Toni le avisó cuando era un imberbe que si se le ocurría hacerlo dejaría de ser su entrenador.
Sea como fuere, estamos ante uno de los tres más grandes tenistas de la historia, honor que comparte ex aequo con Roger Federer y Rafa Nadal, los tres con 20 Grandes cada uno que se dice pronto. El peor enemigo del más joven de los tres, nuestro protagonista, es él mismo. ¿Cuántas veces ha concedido partidos y torneos que tenía ganados por su falta de concentración y por cabrearse por puntos insignificantes? Es un tipo que oscila entre lo genialoide y lo locoide, que sale por la puerta grande cuando prima esa mitad de su cerebro y que la pifia cuando da prioridad a la segunda.
El cristo que se ha montado con su llegada a Australia se veía venir, entre otras razones, porque insinuó no menos de una docena de veces que no se vacunaría. El problema es que el país-continente exige la doble pauta a todos aquellos que quieran ingresar en sus 7,8 millones de kilómetros cuadrados. Tan cierto como que la organización del Abierto le otorgó una exención médica por haber pasado el covid hace tres semanas. Lo que no es de recibo es que lo traten como si fuera un peligrosísimo delincuente, que lo encierren en un hotel de mala muerte y que quieran deportarlo. Más que nada, porque el ridículo que está haciendo la nación de los canguros es de aurora boreal. Sin olvidar el no precisamente insignificante hecho de que es el defensor del título, además del personaje con más Open de Australia. Vamos, que se están pegando un tiro en el pie. El único que ha puesto un poco de cordura es el ídolo local, Nick Kyrgios, que así como hace meses censuraba a su compañero por no inmunizarse ahora le defiende por el trato que le están dispensando las autoridades. A más, a más, Kyrgios recordó que su colega echó una mano cuando se desataron los terribles incendios forestales exactamente hace un año.
Un servidor, que se ha puesto la doble dosis y que considera que la vacunación funciona, vaya si funciona, estima sin embargo que la libertad individual debe prevalecer. En Australia, en Madrid y en Sebastopol. Además, inmunizarse no priva a uno de contagiarse ni de contagiar. Lo único positivo de todo este penoso y antideportivo espectáculo es que, si el serbio se tiene que volver a casa, las posibilidades de nuestro Rafa aumentan exponencialmente con la vista puesta en ser el mejor de todos los tiempos con 21 Grand Slams. El que no se consuela es porque no quiere.
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