Juan Ramón Rallo
El empleo ha caído menos que el PIB. ¿Por qué?
Es un hecho incontestable e insólito en nuestra historia. En esta ocasión, la ocupación ha resistido mejor que la actividad
Los datos económicos de 2020 son desastrosos: el PIB se hundió un 11% con respecto al año 2019 y, a su vez, el número de trabajadores ocupados se redujo un 3,11% –una pérdida de más de 600.000 empleos–. Si en lugar de fijarnos en la cifra de ocupados –que se halla contaminada por la presencia de los ERTE y de las ayudas extraordinarias a autónomos– acudimos a la variación del número de horas trabajadas, nos toparemos con un guarismo apreciablemente peor: en el cuarto trimestre de 2020, las horas trabajadas cayeron un 6,1%. Y si miramos la población ocupada equivalente a tiempo completo –es decir, si equiparáramos toda la fuerza laboral ocupada con trabajos a jornada completa–, la caída sería de un millón de trabajadores, el 5,4% menos que hace un año.
Con independencia de la medición que utilicemos, hay un hecho incontestable: el empleo se ha reducido sustancialmente menos de lo que lo ha hecho el PIB, algo insólito en nuestra historia. Lo habitual en la economía española es que durante las expansiones generemos prácticamente tanto empleo como lo que crece el PIB pero que, durante las recesiones, destruyamos mucho más empleo de lo que se hunde el PIB. En esta ocasión, empero, la ocupación ha resistido mejor que la actividad. ¿A qué puede haberse debido?
A buen seguro el Gobierno intentará sacar pecho atribuyéndose el logro –cualquier Ejecutivo, de cualquier color, buscaría un aprovechamiento similar del dato–, vinculándolo a su «escudo social». Y podría ser que la generalización de los ERTE, así como de la prohibición de despedir asociada a los mismos, haya repercutido sobre estos relativamente buenos datos de ocupación –son datos malísimos en términos absolutos, pero menos malos de lo que en otros momentos podrían haber sido–. Pero a mi entender el factor fundamental no es ése, sino la distinta naturaleza de esta crisis.
Todas las crisis anteriores que podemos tomar como referencia son crisis vinculadas a distorsiones en nuestra estructura productiva, esto es, a la existencia de sectores económicos sobredimensionados que era necesario reestructurar –de manera muy clara, la crisis 2008-2013, con la burbuja inmobiliaria, pero también la reconversión industrial de los 80–. En ese tipo de crisis hay sectores económicos enteros que se revelan como inviables y que, por tanto, han de dejar de operar en su práctica totalidad –habría sido absurdo, por ejemplo, pretender que no hubiese importantísimos ajustes de empleo en el sector de la construcción a partir de 2008–.
Durante el último año, en cambio, no hemos tenido una crisis de modelo productivo, sino una parálisis de actividad generalizada debido a la pandemia. No se trata de que haya empresas que se consideren a sí mismas como inviables, sino que en general todos confían en poder volver a la normalidad prepandemia una vez hayamos derrotado al virus.
En esta crisis, por tanto, sólo las empresas sin músculo financiero para aguantar el patrón de actividad se ven forzadas a cerrar y a despedir a su plantilla. Para «salvar empleo» ha bastado, por tanto, lo que en crisis anteriores no habría terminado sirviendo de casi nada: que el sector público proporcione una inyección generalizada de liquidez para permitir que muchas empresas sobrevivan –no todas, claro– y mucho empleo se salve.
Pero démonos cuenta de que estas ventajas podrían terminar mostrándose efímeras: justamente porque la pandemia todavía no ha terminado (nuevas olas), porque ha dejado una herencia en forma de deuda pública gigantesca (más impuestos futuros) y porque desconocemos cuáles pueden ser sus implicaciones sobre los patrones de demanda (cambios en las preferencias de los consumidores), el empleo que provisionalmente todavía no se ha destruido hoy podría terminar destruyéndose mañana.
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