Restringido
¿Acuerdos de libre comercio?
La semana pasada se cerró el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) entre EE UU, Japón, Australia, Canadá, Vietnam, Perú, México, Malasia, Chile, Brunéi, Nueva Zelanda y Singapur. Estamos ante uno de los tratados de «libre comercio» más ambiciosos de la historia y que constituye la antesala del todavía más importante acuerdo de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) entre EE UU y la Unión Europea.
Los acuerdos de libre comercio son, en principio, una magnífica noticia. Los economistas han probado desde hace más de dos siglos que la cooperación económica internacional permite hacer prosperar a todas las partes: más libertad comercial es mayor productividad, menores costes, mayores ingresos y, en definitiva, mayor bienestar. Por el contrario, las barreras y el proteccionismo comercial son sólo subterfugios para privilegiar únicamente a los grupos de presión cercanos al poder político.
Viéndolo desde esta perspectiva, el TPP y el TTIP deberían ser considerados formidables instrumentos para el progreso económico de EE UU, Europa y el resto de países firmantes. Pero, como suele suceder, el diablo se halla en los detalles. Actualmente, los principales obstáculos al libre comercio internacional no adoptan la forma de aranceles, sino de las llamadas «barreras no arancelarias» (regulaciones nacionales que encarecen enormemente la importación de productos extranjeros: licencias, regulaciones técnicas o fitosanitarias, reglas de origen, legislación antitrust, controles de precios, patentes, monopolios regionales, etc.). Un verdadero tratado de libre comercio debería dirigirse no sólo a eliminar los aranceles, sino también a reducir la influencia distorsionadora de todas estas barreras no arancelarias. Por desgracia, los nuevos tratados comerciales, como el TPP o el TTIP, sólo buscan estandarizar costosas normas y regulaciones a todos los países miembros, lo que en muchos casos puede incrementar las barreras no arancelarias.
Por ejemplo, el TPP extiende a todos los firmantes el modelo estadounidense de gestión de contenidos on-line, por el cual cualquier proveedor (como Facebook o YouTube) está obligado a retirar algún material tan pronto como reciba una queja de los usuarios: la norma puede que sea relativamente fácil de cumplir para grandes empresas, pero para las pequeñas start-ups de los países más pobres supondrá un notable incremento de costes on-line que erosionará su competitividad. Asimismo, el TPP obliga a todos los suscriptores a aprobar normas de salario mínimo o a extender el régimen de patentes dentro de sus economías (lo que puede encarecer sus costes de producción y limitar la competencia). Dicho de otra manera, con la excusa de armonizar regulaciones entre países, los tratados de «libre comercio» pueden multiplicar los costes regulatorios de algunos de sus miembros y socavar sus ventajas competitivas: las barreras arancelarias se reducen, pero a cambio de aumentar las no arancelarias.
Pero, además, este tipo de tratados también contribuye a alterar políticamente los flujos comerciales globales: si bien son acuerdos que eliminan los aranceles entre los firmantes, indirectamente también están incrementando los aranceles de todos los no firmantes. Por ejemplo, supongamos que Tailandia estuviese gravando la importación de vehículos con un arancel del 10% y que, pese a tal restricción, los tailandeses optaran por importar coches desde Alemania y no de EE UU: dado que, tras la suscripción del TPP, los automóviles estadounidenses estarán libres de aranceles pero los de Alemania no, las empresas teutonas podrían dejar de exportar a Tailandia en beneficio de las estadounidenses. Así las cosas, el TPP es claramente un tratado firmado contra China: el gigante asiático es el gran ausente de este acuerdo que parece haberse elaborado con el propósito de garantizarle mercados de exportación a EE UU (a costa de China) y no tanto para promover verdaderamente el librecambismo multilateral. Nuestro objetivo no debería ser el de crear bloques comerciales autárquicos frente al exterior, sino el de reducir las barreras al libre tránsito de mercancías, capitales y personas para todos.
En definitiva, aunque los tratados de libre comercio se inspiran en algunos principios correctos y aunque muchos de los países firmantes puedan terminar saliendo netamente beneficiados de los mismos, su implementación es más que criticable: ni deberían servir para instituir nuevas barreras no arancelarias ni para crear fortalezas proteccionistas frente a terceros. De ahí que el verdadero mecanismo para generalizar el muy beneficioso librecambismo no sean estos tratados de «libre comercio», sino el mucho más simple camino que siguió Inglaterra durante la segunda mitad del s. XIX: la desregulación y el desarme arancelario con carácter unilateral de cada uno de los países frente a todos los demás.
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