Editoriales
Acoso feminista al Gobierno del PSOE
Que en un asunto de tanta trascendencia, en el que están en juego valores que la Ley nunca puede contraponer, se actúe al dictado de las conveniencias propagandísticas de un partido, mueve a la preocupación, cuando no a la incredulidad.
Vaciada de su contenido la efemérides del Primero de Mayo, una izquierda a la búsqueda continua de nuevos referentes identitarios ha hallado en el feminismo un nuevo factor para la confrontación social y la exclusión maniquea y se ha dotado de una nueva fecha, el 8 de Marzo, para su expresión. No hay otra explicación posible para el espectáculo montado entre los dos partidos que conforman el actual Gobierno español, el PSOE y Podemos, a cuenta de una Ley de Igualdad que se veía urgida por la siempre fatal mezcla de la propaganda y el calendario.
Que a estas alturas del siglo, se insista en regular el consentimiento para las relaciones sexuales no es más que una falacia populista, puesto que cualquier relación interpersonal, no sólo sexual, que no parta de la aquiescencia de las partes –el sí es sí– no es sólo reprobable, sino que se considera delito. Se puede entender que, tras los sucesivos manoseos del Código Penal por parte del socialismo patrio, que ha pasado de una cierta laxitud en la década de los noventa del pasado siglo a un criterio de mayor dureza, que el Gobierno trate de abordar una reforma de los artículos concernidos, incluso, que se pretenda hacerlo desde una ley general que tipifique comportamientos sobrevenidos a nuestro entorno social, como, por ejemplo, la ablación, que carecían de suficiente protección legal.
Pero que en un asunto de tanta trascendencia, en el que están en juego valores que la Ley nunca puede contraponer, como son la libertad sexual y la seguridad jurídica, se actúe al dictado de las conveniencias propagandísticas de un partido, que no del Ejecutivo –que tiene otras necesidades en las que luego abundaremos–, mueve a la preocupación, cuando no a la incredulidad. Se explica así, y por sí mismo, el enfrentamiento abierto entre la ministra de Igualdad, Irene Montero, y la vicepresidenta primera, Carmen Calvo. Se nos dirá, porque no vamos a entrar en el absurdo, como ha hecho Pablo Iglesias, de tildar de «machistas resabiados» a quienes no comulgan con la rueda de molino podemita, que al sector socialista del Gobierno de Pedro Sánchez le interesa llevar a cabo una reforma del Código Penal en su conjunto, para diluir en la misma la rebaja del delito de sedición con la que se pretende aliviar la carga penal de los condenados por el Procés. Puede ser, pero ello no es óbice para entender perfectamente que un ministro de Justicia como Juan Carlos Campo, juez de dilatada trayectoria profesional y ex vocal del Consejo General del Poder Judicial, se echara las manos a la cabeza ante los primeros borradores del anteproyecto de Ley de la ministra Montero, y que recibiera el apoyo de la vicepresidenta Calvo, de cuya experiencia política no cabe dudar.
Que se corrigiera el documento de deficiencias técnicas y se adecuara al ordenamiento jurídico general, parece de perogrullo. Que haya propiciado el enfrentamiento interno al que nos hemos referido, insistimos, por meras razones de propaganda, no dice nada bueno del futuro de la coalición. Por supuesto, no podemos obviar que en esa carrera frenética y excluyente entre el PSOE y Unidas Podemos por ver quién se lleva al final el título de mayor defensor del feminismo, la primera víctima son todos los demás mortales, hombres y mujeres, a quienes se pretende imponer un modelo social e ideológico que sobrepasa en muchos conceptos, tangencialmente, el bien que se quiere proteger. Nadie en su sano juicio puede cuestionar la libertad sexual de la mujer, su seguridad y la necesidad de aportar medios legales y materiales para garantizar ambos derechos. Ese es un punto de partida compartido por las principales formaciones políticas de este país que merecería la pena explorar. Pero, aquí, lo que hay son prisas y demasiado sectarismo.
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