Editoriales
El virus desnuda el problema agrario
Las medidas del Gobierno para salvar las cosechas chocan con la cruda realidad de que no hay suficiente mano de obra en el campo para las labores intensivas y hace falta contratar temporeros.
El ministro de Agricultura, Luis Planas, ha propuesto una serie de medidas, que él mismo ha calificado de extraordinarias, para tratar de paliar la crisis de mano de obra intensiva agraria que amenaza con la pérdida de gran parte de las cosechas de verduras y fruta de la temporada. El problema no sólo afecta a nuestras exportaciones, que integran una parte notable del PIB, sino, lo que es más grave, a la propia seguridad alimentaria de la población, por lo que era imperativo que desde la Administración se arbitraran soluciones de urgencia.
Sin embargo, y aunque está lejos de nuestra intención cuestionar maniqueamente la estrategia ministerial, sí debemos advertir que algunos de los condicionantes impuestos por la pandemia a la movilidad de los trabajadores va a reducir notablemente la eficacia de las medidas, incluso, hasta dejarlas prácticamente inoperativas. Nos referimos, claro, a las limitaciones que especifica el real decreto sobre el ámbito geográfico de aplicación de las iniciativas, reducido al término municipal en cuestión y a los pueblo colindantes. La realidad es que, en la actual coyuntura agraria española, no hay suficiente mano de obra para cubrir la demanda, ni en tiempos normales ni en esta situación de emergencia. De ahí que se recurra cada temporada a la contratación de trabajadores foráneos, principalmente extranjeros, para realizar la cosecha en los escasos días que permite la propia naturaleza de unos productos altamente perecederos, como, por ejemplo, la cereza.
La bolsa de trabajo rural sí cubre habitualmente las tareas agrarias que se realizan a los largo del año, pero no es suficiente cuando se requieren brazos en un corto espacio de tiempo. Tal vez, las facilidades que otorga el real decreto para la concesión o renovación automática de los permisos de trabajo a extranjeros cubran puntualmente las necesidades de algunas explotaciones agrarias, pero no va a ser la tónica general.
Se puede discutir largamente sobre esta realidad del sector agropecuario, que es similar a la de otros países europeos, como Francia e Italia; se puede, incluso, recurrir a los manidos argumentos y contra argumentos sobre los efectos nocivos de los subsidios laborales agrarios y, también, sobre la inaceptable estructura de precios y salarios que vienen denunciando nuestros agricultores. Pero, en cualquier caso, eso no cambia los hechos de que España necesita alrededor de 100.000 temporeros para las próximas semanas –el ministro Planas redujo la previsión a unos 80.000– y de que las medidas bienintencionadas del Gobierno no son suficientes para revertir la situación.
La única solución que se nos antoja plausible es la de reducir las limitaciones de movilidad, por supuesto, testando a los trabajadores para garantizar que no estén infectados por el coronavirus. Pero, dada la escasez de kits de análisis y, sobre todo, lo perentorio de los plazos, pese a que los empresarios agrarios venían advirtiendo del problema desde que se anunciaron las primeras cuarentenas, es de temer que se pierda buena parte de la producción. Una vez más, nos hallamos ante una respuesta gubernamental tardía y con excesiva carga de voluntarismo. Unas actuaciones que, cuando menos, denotan improvisación y alientan en la opinión pública la idea de que el Gobierno de coalición de izquierdas ha ido siempre un paso por detrás de la epidemia. Aun así, estamos seguros de que nuestros agricultores harán lo imposible por garantizar, al menos, el abastecimiento interno, como lo han venido haciendo hasta ahora. Pero los riesgos no son desdeñables, aunque sólo se tradujeran en una subida de precios que, con las previsiones de destrucción de empleo al alza, afectarían doblemente a una población a la que no se ha dado otra opción que la de quedarse en sus casas.
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