Editorial

La única frontera de Europa es la libertad y la solidaridad

El Brexit ya es un hecho. Desde hoy, es efectiva la separación del Reino Unido de la Unión Europea, entidad política de la que formaba parte -entonces CEE- desde 1973. No es que Londres rechace los principios fundacionales de esta organización supranacional nacida de los escombros de la Segunda Guerra Mundial, de la que el Reino Unido fue parte fundamental en el desenlace final de la contienda y lo que hoy somos -sería un error no entender su especial percepción de Europa-, pero sí contra un principio que simbólicamente frenaba cualquier intento expansionista de sus estados constituidos y sellaba la paz que a lo largo del siglo XX no alcanzó el viejo continente, el de “ofrecer libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores”. El Brexit no sólo ha modificado las fronteras interiores de la unión, sino también las exteriores, bajo pretexto de que el Reino Unido se sentía perjudicado, en lo económico y en lo identitario. Los que impulsaron el referéndum tocaron la fibra de la diferencia con un hecho, como siempre, difícil de cuantificar, emocional: la UE tenía demasiado control sobre la vida diaria de los británicos. El referéndum para decidir la salida tuvo lugar el 23 de junio de 2016 y el resultado mostró una sociedad totalmente dividida: 51,9% a favor de la ruptura y el 48,1% partidaria de la permanencia, diferencia hoy más acortada todavía. No sólo el “premier” conservador David Cameron había cometido la frivolidad de convocar el plebiscito, teniendo la oportunidad de defender y liderar como le correspondía con más argumentos de peso seguir en la UE, como Margaret Thatcher, siendo líder de la oposición, hizo apasionadamente en el referéndum de 1975, sino que contemporeizó por mezquinos intereses dentro de la familia de los “tory”, y ni rebatió las groseras falsedades lanzadas por el populista Nigel Farage. Recordemos que seis días después de conocerse el resultado, el líder del nacionalista UKIP, reconoció en la televisión que el argumento que más empleó, ese pagó a Bruselas de 350 millones de libras a semana que se podría invertir en la Seguridad Social, era sencilla y llanamente mentira. Eso ya es pasado, aunque ha sido en caso más claro y nefasto en el que nacionalismo populista falsificó la realidad para imponer un credo “soberanista” que ahora han recogido euroescépticos de toda condición, a derecha e izquierda. Ahora toca recomponer las relaciones en un nuevo marco bilateral, país a país, en el que España ocupa un papel importante al ser el Reino Unido uno delos principales mercados exportadores con un volumen anual del 20.000 millones de euros. Y toca también readaptar las relaciones con Gibraltar tras un acuerdo in extremis de eliminar la Verja, lo que supone que la Roca se incorpora al espacio europeo sin fronteras, lo que

impedirá que los 10.000 trabajadores transfronterizos podrán acudir sin impedimentos a sus trabajos y los gribraltareños pasar a España. Londres ha comprendido que someter a la última colonia de Europa al maltrato de cierre de fronteras -con las fotografías de las colas de camiones en Dover de hace una semana muy presentes- no era la mejor manera para mantener el vínculo con la metrópoli. En el Brexit cualquier acuerdo no es la solución, sino la manera menos perjudicial de soportar una fractura tan importante como la marcha de Gran Bretaña. Ante esta crisis, la UE no tiene más salida que fortalecer la unión y encontrar un marco de decisión más idóneo que tenga en cuenta la especificidad de los Estados, con la única frontera de la defensa de la solidaridad y la libertad.