Clima

En realidad, escasea el compromiso climático

Glasgow no ha cubierto las expectativas y el marco post cumbre no es mejor que el precedente

La cumbre del clima en Glasgow, la COP26, debió acabar el viernes con un acuerdo tras los debates en las dos últimas semanas. No fue posible. La cita se ha prolongado para sellar un pacto de mínimos y salvar la cara de un cónclave que debía mandar un rotundo mensaje al mundo en defensa del planeta que no ha llegado. Las ausencias de Vladimir Putin y Xi Jinping, líderes de dos de las naciones más contaminantes del mundo, hacían presagiar que el encuentro reflejaría de nuevo el conflicto de intereses y la hipocresía que marcan el intervencionismo de buena parte de las potencias en el pulso contra el cambio climático. Y así ha ocurrido. Los gobiernos habían planteado Glasgow como la palanca para un tiempo de ambiciosos y firmes pasos hacia una convivencia sostenible, pero la voluntad y la determinación de las potencias que deberían liderar esa especie de catarsis mediambientalista han sido insuficientes y mezquinos. Los progresos han sido tímidos en capítulos como la deforestación, el metano o la eliminación progresiva del carbón, pero pobres o nulos en los grandes caballos de batalla, incluido el ambiguo y frustrante camino hacia un escenario de aumento máximo de las temperaturas de 1,5 grados a fin de siglo. Los asistentes a la cita ya saben que ese objetivo no se conseguirá y que será casi imposible bajar de los dos grados. También se ha quedado en un limbo la meta de 100.000 millones de dólares anuales de financiación internacional, lo que denota, como es habitual, que es mucho más fácil predicar que dar trigo, incluso cuando los gobiernos se rasgan las vestiduras en nombre del apocalipsis climática. Si la COP26 debía representar el principio del fin del carbón y de los combustibles fósiles, el saldo es tan desilusionante que parece más un fracaso que otra cosa. La presión de los grandes emisores y las potencias productoras ha resultado una mole imposible de remover. Apenas unas referencias, poco menos que voluntariosos epígrafes literarios sobre intenciones de una eliminación progresiva. La conciencia global en esta cumbre ha caminado distante de la que emanó el Acuerdo de París 2015. La política y sus intereses han ganado peso en detrimento de la ciencia, y lo único que permanece inalterable ha sido el dogma de un pensamiento único que empobrece el debate y ciega el paso a aquellos que rebaten el catastrofismo y demandan racionalidad ecológica y eficiencia económica. Glasgow no ha cubierto las expectativas y el marco post cumbre no es mejor que el precedente. Ni voluntad ni financiación ni transparencia y poco, muy poco, de ese valioso pragmatismo que caracterizan los progresos. China, India, Rusia y en menor medida Estados Unidos han apostado por el terreno de nadie en el que vale el todo y la nada, que es el que mejor preserva sus intereses mientras endosan responsabilidades a otros, especialmente las economías vulnerables. Como paradigma de la nebulosa sirva el conciliábulo sobre el mercado de emisiones, un agujero negro y tóxico de especulación. Poca verdad entre tanta impostura.