Editorial

Una contienda que ningún bando ganará

El riesgo de que la guerra se enquiste crece, tanto como de que la economía colapse

El 24 de febrero Vladimir Putin ordenó a sus tropas la invasión de Ucrania. No estaba dispuesto a que en el área de influencia y hegemonía histórica rusa se consolidara un potencial miembro de la OTAN y de la UE. Ha sido el relato oficial del Kremlin, que, aunque pueda tener dosis de veracidad, no debe ocultar la pulsión expansionista del autócrata demostrada con Crimea y en varias exrepúblicas soviéticas. Putin pudo elegir la diplomacia y la negociación para sortear la barbarie, pero se decantó por una pendencia ejemplarizante a sangre y fuego como aldabonazo a las cancillerías sobre el grado de su determinación. Cien días después del ataque, es obvio que la primera parte de la invasión resultó un fracaso, mal ejecutada, deficiente en operatividad y logística e insuficientemente calculada, sobre todo en cuanto a la voluntad de los ucranianos para resistir y a la disposición de las democracias en socorrer a Kiev y hostigar a Moscú. El replanteamiento de la operación, con la retirada de algunos frentes y la reorganización de las unidades rusas, han sido pruebas de hasta qué punto Putin y sus mandos fallaron en esos primeros compases, en los que el saldo de pérdidas humanas fue brutal para Rusia por más que la propaganda lo enmascarara. Pero, ¿quiere esto decir que estamos ante la inevitable derrota de Putin y el triunfo de Zelenski y Occidente? Sin duda, no. Es verdad que la región del Donbás, donde se libran los combates, no es toda Ucrania, pero también lo es que Kiev ha reconocido que el 20% del país, como poco, está en manos de Putin. El escenario aboca al mundo a un desenlace a medio largo plazo con costosísimas pérdidas humanas y mayúsculos estragos materiales. La catástrofe medida en vidas supone un fracaso de la civilización, envilecido por los crímenes de guerra rusos que se han sucedido y por los que somos escépticos sobre la posibilidad de que se responda en un tribunal internacional. Tras las decenas de miles de muertos, quedan las familias destrozadas en ambos bandos, los millones de desplazados y la miseria incontenible, con cifras escalofriantes para Kiev, amén de los daños colaterales para el mundo. Ucrania se ha dejado el 35% de su PIB, con pérdidas directas que superan los 600.000 millones de dólares. Para la economía global, las tensiones energéticas provocadas por la espiral alcista del petróleo han agudizado la crisis de precios que ya había explotado. El porvenir apunta desalentador. A pesar de las más de 5.000 medidas de sanción contra Moscú, los 300.000 millones de dólares de oro y reservas de divisas congeladas y las mil empresas que han dejado el país, Putin sigue firme y sin aparente contestación interna. Es un hecho que cuenta con poderosos aliados. No hay ganadores a la vista. Ni parece probable que los haya. El riesgo de que la guerra se enquiste crece, tanto como de que la economía colapse. En esta encrucijada, las potencias estarán tentadas de abrazar una política de hechos consumados, de contención de daños, de real politik. Se convalidaría la violación del derecho internacional y el atropello a la soberanía de un país. Resultaría la peor de las derrotas. Refrendaría el poder de la fuerza como razón y certificaría un futuro de paz impostado.