España

Un confinamiento en ultramar) (XLVV): Al sol los blancos, los negros, los muertos

Hay que cuidar la música igual que la comida, la ropa, el alcohol, los libros o el sexo. Por respeto a uno mismo y porque lo que se come y bebe o engorda o mata.

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Pues el otro día aprovechamos el sol, y que el confinamiento aquí nunca fue tal, para acercarnos con Max a uno de los pequeños parques, junto al agua, de Red Hook, el barrio industrial y pobre que ya acoge un Fairway, el supermercado lustroso, varias hamburgueserías de calidad, el concesionario de Tesla y un puñado de bonitos apartamentos futuristas a millón de dólares la unidad. El parquecito Louis Valentino Jr. está a 14 minutos de casa en coche. Circulando a buen ritmo y con samba de Cartola o tangos de los hermanos Virgilio y Homero Expósito o blues de Bob Dylan viento en popa en el reproductor del Mazda. Hay que cuidar la música igual que la comida, la ropa, el alcohol, los libros o el sexo. Por respeto a uno mismo y porque lo que se come y bebe o engorda o mata. El Valentino, decíamos, es un antiguo muelle, de historia bicentenaria, reconvertido en uno de esos rincones con, cómo dicen los mantas, sabor. Tumbada en la hierba había gente. Mucha. Mayormente jóvenes, bueno, treintañeros. Parejas y familias. Delante nuestro, sobre el Hudson, el perfil del skyline de Manhattan, la torre de la Libertad, Nueva Jersey, la Estatua de la Libertad, la isla de Ellis… En el pequeño muelle que se adentra en el agua veías peatones, ciclistas, paseantes con su perro, niños de la mano, pescadores que acuden con sus cañas… y una pareja de la policía. A la que parecía importarle un huevo que allí nadie respetase los dichosos dos metros de seguridad o que muchos no llevasen máscara. Ayuda el vientecito, que arriba desde el Atlántico con trote fresco y ayuda a disipar patógenos. El sol en lo alto, capitán redondo, chaleco de raso incorporado. Las meriendas del personal sobre la hierba. Un clima como de fin de pandemia y cierre por derribo del miedo. En una circunstancia así ponerse bordes y exigir que el gentío siga las recomendaciones de las autoridades sanitarias habría tenido algo de sacrílego. De brusca y chusca imposición diseñada para conspirar contra el civismo y el sentido común. Si total. Qué virus ni qué niño muerto puede haber en un mediodía semejante, de cielos perforados y tartas de lima en la fábrica cercana y ladridos de chuchos y pompas de jabón y juegos con la pelota y botellas de vino disimuladamente abiertas sobre los manteles y las mantas dispuestos en el pasto. El otro día, en el Louis Valentino, éramos todos o casi todos blanquitos. Con pinta de caucásicos. Incluso nosotros, yeah: a condición de que nos abstengamos de abrir la boca y nos lancemos, flamencos, a descorchar jotas y cortar erres. Y el virus sigue. Y la policía neoyorquina sí advierte a la peña. A condición de que sea más bien oscura. Más bien tintada. Más bien de segunda o tercera o cuarta. Más bien negros, o latinos. Que tienen muchas más posibilidades de ser reconvenidos, reñidos, señalados, advertidos, multados, penados e incluso esposados y detenidos si no siguen ovejos el protocolo sanitario. Y no lo digo yo, que soy poco sospechoso de social warrior, sino el propio ayuntamiento de la ciudad. Lean la noticia en CNN: «Más del 80% de los que recibieron citaciones por violaciones de distanciamiento social en la ciudad de Nueva York eran personas de color (...) Los datos revelan que se entregaron 374 amonestaciones del 16 de marzo al 5 de mayo, con un promedio de 10 al día durante un periodo de 42 días. Y de ese total, 193 fueron entregadas a personas negras y 111 a hispanos». Bill de Blasio, el alcalde, ha pedido disculpas. Le obsesiona la crueldad con la que la peste se ha cebado con lo más frágiles. «Cuando vi esos números», dijo delante de la prensa, «comprendí son un indicador de que algo va mal y que tenemos que arreglarlo. Y lo arreglaremos». Con todo, reconoce que «El número de arrestos y multas es extraordinariamente bajo». Paradójicamente la policía estadounidense se ha comportado con mucha más ductilidad, elegancia, mano izquierda, respeto por sus conciudadanos, confianza en su capacidad decisoria y suavidad en forma y fondo a la hora de establecer los patrones para aplanar la curva o tobogán de muertos que sus homólogos en España. Paradójicamente, digo, pues no ignoro la inveterada inclinación de los españolitos por acusar de brutalidad a las autoridades en EE.UU. En lo que sí coinciden los líderes de uno y otro país, del presidente hacia abajo, es en su incapacidad para explicar que, abandonada toda esperanza de encarar la enfermedad con tecnología suficiente, tests, Big Data, etc., y dando por hecho que la economía navega ya entre el infierno y la nada, han decidido reabrir y que sea lo que quieran Dios o el MoMo (Sistema de Monitorización de la Mortalidad diaria). Con suerte los ciudadanos circularán por la UCI sin amontonarse. Con algo menos repetiremos las escenas de hace un mes.