Historia
9-A: Entre la peluca y la coleta
La coleta de Iglesias no vale la peluca de Carrillo, aunque obtenga más escaños. Pero el sanchismo parece abducido por estos oportunistas que quieren tomar el cielo por asalto.
La coleta de Iglesias no vale la peluca de Carrillo, aunque obtenga más escaños. Pero el sanchismo parece abducido por estos oportunistas que quieren tomar el cielo por asalto.
El 15 de junio de 1977 se celebraron las primeras elecciones democráticas desde la muerte del general Franco. Los españoles no habían votado en libertad desde 1936, cuyo Frente Popular victorioso fue prolegómeno de la guerra civil. Fue una jornada tranquila y ayudaban las tres amnistías de Adolfo Suárez para todas las banderías dejando la memoria histórica en manos de los historiadores, algo que sigue sin entenderse. Será porque tenemos un rodrigón individualista, pero a aquella cita concurrieron nada más que 4.670 partidos, cierto que la mayoría regionales, municipales e incluso barriales o sociológicamente sectoriales. Fue lo que se llamó «la sopa de siglas». Entre las grandes opciones aparecían entes como el Partido Independiente pro Política Austera, el Partido de la Asociación de Viudas y Esposas Legales y hasta varios Sí, se Puede, adelantados en décadas a Obama y luego a Iglesias, lo que vuelve a demostrar el aforismo d’Orsiano de que lo que no es tradición es plagio.
Felipe González hizo una campaña de reivindicaciones políticas y sociales, obligado al tener a su izquierda una ganadería de siglas extremistas y mucho primer voto joven que buscaba la revolución. Era todavía un Felipe de pana.
En un despacho, junto al editor Jesús de Polanco, veíamos el último discurso de campaña de Suárez. No fue el suyo un discurso catastrofista pero si alarmante, directamente antisocialista, anunciando a la población del peligro de pérdida de libertades, de nacionalizaciones descabelladas, de división social, de ataques a la Iglesia, la propiedad privada y la familia, de casi una sovietización. Sabiendo que Felipe no era marxista exclamé al final: «¡Qué barbaridad!». Desde el quicio de la puerta Polanco me miró con picardía: «Este tío acaba de ganar las elecciones»». Jesús de Polanco todavía era sabio. Los españoles votaron por el bipartidismo de centro derecha y centro izquierda, UCD en mayoría minoritaria y PSOE pisándole los zancajos. Los nacionalistas descubrieron su poder como bisagra, la Democracia Cristiana y el anarquismo desaparecieron, la ultraderecha solo logró el escaño del notario Blas Piñar, el Partido Comunista sufrió un descalabro inesperado y la sopa de siglas se evaporó porque el país era consciente de que no se elegían diputados y senadores sino unas Cortes Constituyentes en la que no tenían cabida los comités revolucionarios. Se quería transición, cambio, homologación con las democracias europeas y no revancha.
Santiago Carrillo circulaba por España desde antes de la legalización del PCE haciendo el paripé de tocarse con una espesa peluca, casi de mujer, cuando la policía de Martín Villa le tuvo siempre localizado, hasta que Suárez ordenó su detención por breves días y buen trato para luego reunirse en secreto con él en la casa del abogado José Mario Armero. La periodista italiana Oriana Falacci descubrió al mundo los desconocidos encantos de Carrillo, hombre pequeño, con gafas de topo y rostro arrugado en mil conspiraciones. Traicionó a su padre llevándose las Juventudes Socialistas al PCE y su desempeño como delegado de orden público en la Junta de Defensa de Madrid durante las sacas de presos a Paracuellos aún le persigue. Pero hizo lo imposible para aumentar su «glamour» de la clandestinidad: aceptó la monarquía, la bandera, la democracia representativa y todo lo que le pusieron por delante, convencido de que, al menos, iría a la par del PSOE. Pese a sus esfuerzos, Carrillo cargaba demasiado pasado a las espaldas.
Felipe tampoco lo tuvo cómodo: el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, con José Bono de currinche tachando al PSOE de paletos de pana; el Partido Socialista Andaluz de Rojas Marcos mirándose en Gadafi; el histórico Rodolfo Llopis reclamando lo que le arrebataron en Suresnes y hasta la sucursal hermana del Partido Socialista Catalán. Felipe logró lo suyo con juventud, una excelente propaganda, el apoyo de la Internacional Socialista y el dinero francés y, sobre todo, alemán. Hoy ya no le consideran ni jarrón chino. Las dos grandes formaciones de izquierda fueron indispensables en una Transición (y Constitución) hoy en almoneda.
El PC ha desaparecido en la indigencia política de Alberto Garzón, y el PSOE está en manos de un inexperto unidimensional como Pedro Sánchez en rumbo de colisión contra el centro sociológico que decide las elecciones. La izquierda de Podemos es una recuperación de la sopa de siglas del 77, necrófilos de ideologías muertas, que se han subido al tranvía en marcha sin saber a dónde van. La coleta de Iglesias no vale la peluca de Carrillo, aunque obtenga más escaños, probablemente tasados. Pero el sanchismo parece acomplejado, abducido por estos oportunistas que quieren tomar el cielo por asalto. Un estudio comparativo demostraría lo poco que les separa de las J.O.N.S. de Ramiro Ledesma Ramos. Denostada la Transición por quienes ni la hicieron ni la conocen, el falaz argumento de la izquierda populista se asienta en el fracaso de la socialdemocracia europea. Fue la que en 1945, y junto a la Democracia Cristiana, descombró moralmente el continente. La socialdemocracia española tiene 30 años menos y no ha fracasado aunque hoy se caracterice por su estupor.
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