Viena
El largo viaje de Europa hacia su futuro
Desde que se me propuso reflexionar en estas breves líneas sobre la visión de la Europa de hoy desde un gran museo histórico europeo como es el Prado, no he dejado de pensar en Jorge Semprún y, en particular, en uno de sus últimos artículos: «Mi último viaje Buchenwald», de 2010. En él, desde aquel lugar de ignominia, nos decía: «Es un lugar ideal, la explanada de Buchenwald, para recordar el origen de Europa, pero también para pensar en su futuro, en este momento de crisis, involución, falta de aliento y empuje. Un momento en el que viene a la memoria la frase de Edmund Husserl, pronunciada en Viena en 1935, en pleno apogeo de los totalitarismos: «El mayor peligro para Europa es el cansancio». Y concluía: «Hoy, para emplear las palabras del gran escritor europeo Claudio Magris, lo fundamental ya no es luchar contra los totalitarismos, sino combatir los particularismos, convertir esta problemática suma de 27 países libres en una estructura multiforme y orgánica con una misma razón democrática».
La idea de iluminar ese lugar sombrío de la historia contemporánea para colocar allí, sobre la conciencia misma de la tragedia, el pensamiento sobre el devenir de la nueva Europa resulta toda una provocación de este superviviente de la historia del siglo XX. Recordar el origen de Europa delante de un campo de concentración o a las puertas de un museo, no dejan de ser dos formas de reclamar el papel de la historia, la tan persistente como olvidadiza memoria de nuestro porvenir.
A Semprún le hubiera interesado sobremanera la exposición «Las Furias. Alegoría política y desafío artístico», que se ha presentado los últimos meses en el Prado. El retrato del horror de los que se atrevieron a desafiar a los dioses. La dramática idea de que los museos, en el Prado o en cualquiera de las galerías nacionales europeas, junto a la embriagante belleza del arte, cumplen condena el orgullo de poder y hegemonía de cada país, de cada etapa de este largo viaje de Europa.
La sustitución de la exclusiva tradición dominante de la identidad nacional, de la sublimación de la diferencia, por esa otra tupida red de influencias de lo «común», como propone Muttis, tendría, no dudo, la capacidad de liberar un potencial extraordinario de ilustración y progreso para cada uno de nuestros estados y para el conjunto de nuestra civilización.
¿En qué medida los museos europeos podemos contribuir a ese fin? Se trata de saber unir las perspectivas históricas que cada museo ha heredado para construir un relato mayor en el que se puedan identificar todos los ciudadanos europeos. Mostrar, además de la calidad y singularidad de las obras de arte que conservamos, la grandeza del espíritu y el pensamiento universal que en cada época ha modelado una forma de arte propio hasta nuestros días.
Los museos, grandes o pequeños, formando un mosaico, como parte de un inexistente gran Museo de Europa, una especie de «museo imaginario», al gusto de André Malraux, abierto al diálogo con otras tradiciones culturales que nos ayuden a completan nuestra parcial visión del mundo actual expandido por la globalización. Contra el cansancio y la fragmentación cabe aún una visión contemporánea e integradora de la identidad cultural europea. No nos evitará la melancólica meditación sobre nuestra decadencia, cuestión que ya irremediablemente forma parte de nuestro ser histórico, pero, no tengo duda, nos daría una alternativa para emprender de nuevo el largo viaje de Europa, hacia su futuro, siempre tan incierto como ilusionante.
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