Elecciones generales
El truco del populismo: más Twitter y menos vallas
La nueva política del «trending topic» olvida que la mayor parte del país no controla el uso de las redes sociales
La nueva política del «trending topic» olvida que la mayor parte del país no controla el uso de las redes sociales
En esta España binaria, urbanita y de sosiego, escuchamos, tras cuatro meses de riñas cercanas y sonrisas a distancia, un carrusel de propuestas ocurrentes con las que justificar el inicio de lo que ya se conoce como la campaña marmota (por la repetición de mensajes de los emisores y por la pereza de volver a votar de los receptores). Una de esas propuestas ha sido reducir el gasto electoral, eliminando el tradicional pegado de carteles en vallas publicitarias y reduciendo el «mailing», que provoca la llegada a los domicilios ciudadanos de esos sobres de propaganda política con la interminable lista de colocados en ellas. Un repaso al complejo mosaico de circunscripciones muestra una España de voto dual y penetración política desigual, en la que el votante de ciudad y el de campo necesitan de formas, maneras y procedimientos de comunicación diferentes. El peso de cada zona es incluso diferente entre una autonomía y otra. Somos el único país democrático serio donde se hace del coste de una campaña electoral el tema mediático y político de la semana. En primer lugar, hay que decirle al ciudadano que una campaña electoral cuesta dinero. Mucho dinero. Y que hay gastos que no son reducibles, sobre todo su coste estructural, necesario para el correcto funcionamiento el día en el que la democracia se honra a sí misma bajo mantos de caricias políticas. Es un error pensar que ese tacticismo de situarse en la paradójica deriva populista de «hay que reducir los sobres para ahorrarnos dinero», logrará seducir a unos cuantos que, agradecidos por no llenar su buzón de siglas y confluencias, se convertirán en votantes coyunturales fieles.
Abrir un colegio electoral, disponer las cabinas de votación y las urnas en las que se depositarán las sobres que contienen las papeletas, dotar de seguridad a estos recintos y organizar el despliegue logístico anterior y posterior puede superar los cincuenta millones de euros. El coste añadido a esa partida no reducible es lo que los partidos consideren gastar para llegar al ciudadano por las diferente vías a su alcance. Y aquí es donde unos usan la estrategia política y otros la táctica demagógica. Las nuevas fuerzas políticas, criadas en el entorno digital, amamantadas bajo aplausos de «trending topic» de dudoso retorno, recelan de las formas tradicionales de comunicar y llegar a la gente. Necesitan de un «hashtag» para ser reconocibles, de la síntesis en 140 caracteres para ser recordables. Las tradicionales, por contra, fajadas en el cuerpo a cuerpo del mitin decimonónico, prefieren acudir a lo que ya conocen y dominan, sabedores de que media España es suya.
Por eso defienden la conveniencia de situar vallas promocionales del candidato. Porque transmiten la imagen con la que el candidato quiere generar una percepción determinada sobre la población. Una valla política, ya sea de fondo claro u oscuro, articula en esos tres mensajes–fuerza con los que captar la atención del paseante o transeúnte semanas de tertulia televisiva. Una valla política se concibe para impactar, para movilizar a la acción, sin importar donde esté situada. De ahí que deba ser creada desde la sencillez con la que el receptor espera interiorizar toda la esencia del candidato y su programa. Y esto no se puede eliminar. No al menos en la España de hoy.
La nueva hornada política olvida que gran parte del país sólo recuerda esa forma tradicional de ir a votar. Que no sabe lo que es un emoticono, ni un GIF, ni usan Twitter ni Periscope, ni acuden a plataformas digitales a conversar con sus representantes. Votantes para los que una valla en su pueblo en el mejor homenaje a décadas de hurto democrático en los que se votaba en referéndum disfrazado de libertad. Una España de pirámide invertida que no entiende estos cuatro meses de acordes y desacuerdos. Una España a la que habrá que explicarle, con pudor didáctico, que su rutina dominical se altera de nuevo cuatro meses después. Ayer, mientras terminaba este artículo, almorcé en uno de esos enclaves melancólicos de la España olvidada. Ésa que, repito, no entiende de redes, sino de sedes. Que no conversa en eslogan corto sino en formato de mitin largo. En una de las muchas tabernas que en un sitio de esos podemos encontrar, conocí a Justino, un jubilado que desconoce el significado de la palabra «mailing». Un hombre de astillas en la memoria que me reconoció que se ilusionaba cada vez que un político que veía en televisión o en esas vallas y carteles que ahora algunos piden eliminar visitaba su pueblo. Justino no entiende por qué razón hay que repetir elecciones cuando ya votó. Ni que alternativa tiene si no recibe en su casa «el sobre del partido al que llevo votando 30 años». Quieren que a su pueblo vaya Rajoy, Sánchez, Rivera e Iglesias/Garzón para hablar con ellos. Con la misma cercanía con la que tratan a ese usuario de red social cuya cara no han visto. Mientras no se cambie el sistema electoral que priva a algunas formaciones de escaños bien ganados en votos, habrá que considerar que ciertas maneras de llegar a la gente conservan la vigencia de antaño.
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