José María Marco
La coalición imposible
Al final de la campaña electoral, Mariano Rajoy prometió un museo de Historia de España si seguía al frente del Gobierno. Era una excelente idea, aunque al pensarlo un poco mejor, pudimos imaginar su contenido... Lo más probable es que el museo se acabara convirtiendo en un monumento a la crítica y deconstrucción de España: un país frustrado como nación en el siglo XVI, embarcado en empresas imperiales absurdas, fanatizado y enemigo de la modernidad, ajeno a la Ilustración, escenario del fracaso de la revolución burguesa y liberal y –en los últimos tiempos– víctima de la desastrosa peripecia del nacionalismo español, incapaz de crear una nación de verdad, total: para lo que nos van a contar, más vale que no haya ningún museo de historia de España.
La anécdota ayuda a comprender uno de los motivos por los que en nuestro país es imposible cualquier coalición de gobierno que reúna a la izquierda y a la derecha. Una coalición de esa índole se basa en la convicción compartida de que en una sociedad existe el bien común, y que es posible definirlo en una dimensión nacional. Se trataría de preservar la nación, la continuidad de ésta, la Monarquía parlamentaria que la encarna y los derechos nacionales, derechos que entrañan obligaciones, como es natural. Pues bien, todos sabemos que llegar a un acuerdo sobre esos puntos mínimos es imposible. Y si no nos ponemos de acuerdo sobre la nación, sobre su naturaleza, sobre su continuidad ni sobre nuestro régimen político, será imposible llegar a un gobierno de coalición, cuyo programa debe estar guiado por esos puntos de principio.
Es lo que ha venido ocurriendo desde hace casi cuarenta años. Y gracias a eso han medrado los partidos nacionalistas. Han servido de fiel de la balanza y seguirían haciéndolo hoy en día si no se hubieran radicalizado como lo han hecho, hasta hacer estallar por las costuras el consenso por defecto, puramente negativo, como el contenido del futuro museo de Historia, en el que estábamos instalados.
La cuestión del museo revela otra. Atañe a la psicología o, como se dice hoy, a la cultura de los partidos y de las mentalidades políticas.
El centro derecha de nuestro país no se atreve a plantear una idea propia de España. Prefiere adaptarse a lo que supone que es la idea mayoritaria, a la espera de que su posición no le cree demasiados conflictos y pensando que eso, que el centro derecha imagina que es lo secundario, le facilitará lo principal: la economía, el Estado de Bienestar, la prosperidad, etc. Así que para cumplir su programa de puras realidades, el centro derecha (político, se entiende) siempre se tiene que hacer perdonar algo en lo simbólico... algo que a estas alturas nadie sabe muy bien qué será, aunque abundan las especulaciones al respecto. En cualquier caso, el padre sigue ahí, eternamente vigilante.
La izquierda, por su parte, actúa como si la realidad no existiera. Se ha acomodado en un estado moral previo a cualquier forma de madurez. Está convencida de que todo sigue siendo posible: afirmar la utopía es el fundamento mismo de su existencia. En ese universo mental, el principio de contradicción no rige. Se puede apoyar a Podemos, a los republicanos catalanes o a los batasunos navarros, pero (el «pero» está fuera de lugar) también «podemos» exhibir banderas españolas y afirmar con la máxima rotundidad que la nación española es intocable. La «derecha», por su propia naturaleza, tiene la culpa de todo. La izquierda nunca es responsable. ¿De qué?
Estas dos mentalidades podrían ser objeto de la reflexión de los politólogos, tan de moda en los últimos tiempos, para intentar una nueva aproximación a la definición de la izquierda y la derecha. (Seguro que ya se ha hecho.) Probablemente la encontramos en todas partes, aunque de forma más atenuada. En otros países europeos, ni la derecha parece tan perfectamente neurótica, ni la izquierda tan aquilatadamente psicópata (entendido esto como categorías psicoanalíticas, no como calificaciones morales).
El matiz es importante porque, en esencia, las dos visiones del mundo son incompatibles. Mejor dicho, se sitúan en «realidades» –realidades mentales, se entiende– distintas. No hay forma de que dialoguen porque la una desconoce de qué está hecha la otra. Ni siquiera es capaz de imaginarlo. En formas degradadas, tal vez serían capaces de encontrar zonas de diálogo y, llegado el caso, de acuerdo.
En formas tan puras como las que conocemos en nuestro país –y todo indica que Ciudadanos y Podemos las van a repetir–, es imposible el diálogo, aún menos el acuerdo. Se vio muy bien en el único debate (¿para qué mas?) entre Rajoy y Sánchez. Habrá hecho las delicias de psiquiatras y psicoanalistas. Así, no hay forma de entenderse.
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