Bruselas
La confianza
La opinión general en la calle es que el conflicto catalán va para largo.Desmantelar la red secular de enchufes de Convèrgencia, que da de comer a media población, va a ser tarea lenta y prolongada.
La opinión general en la calle es que el conflicto catalán va para largo.Desmantelar la red secular de enchufes de Convèrgencia, que da de comer a media población, va a ser tarea lenta y prolongada.
Pasadas las elecciones, la calle catalana muestra la más absoluta tranquilidad y normalidad. No hay danzas triunfales, ni multitudinarias manifestaciones espontáneas pidiendo el retorno del gobierno regional destituido por la ley, ni tampoco masas de gente en las plazas aullando desesperadamente por la supresión del artículo 155. Era lo que cabía esperar. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene sus razones para estar un poco contento con los resultados de estas elecciones. Los constitucionales han demostrado una vez más que no existe en Cataluña una mayoría social a favor del separatismo y que el artículo 155 se puede aplicar con total monotonía y normalidad todas las veces que haga falta. Los secesionistas, por su parte, han conseguido retener una exigua mayoría de escaños en el parlamento regional que les permite seguir justificando unas ideas cada día más descalificadas por la realidad del mundo moderno que nos rodea. La opinión general en la calle es que el conflicto catalanista va para largo.
Sea consciente o inconscientemente, todos aquellos con los que hablas coinciden en diagnosticar que desmantelar la red secular de enchufes de Convergència, que da de comer a media población con la excusa de la defensa de las tradiciones y la lengua autóctona, va a ser tarea lenta y prolongada. Por supuesto, cuando es un independentista quien deja traslucir ese diagnóstico, lo hace sin darse cuenta, a través de todo un cargamento de eufemismos desternillantes como llamar «genocidio cultural» a la improbable idea de que el artículo 155 pudiera dejar sin subvención a una cofradía local de fuegos artificiales.
Cuando el análisis lo hace un constitucional, lo propone de una manera más prudente y realista, pero con la media sonrisa astuta de quién sabe que el tiempo y el hartazgo de la población va, poco a poco, dándole más tanto por cien de votos. En un caso y en otro, nadie tiene prisa: los catalanistas porque cuánto más duren los pequeños enchufillos individuales, eso que van cobrando y se lo llevan puesto; y los constitucionales porque, al provenir de clases sociales más desfavorecidas y haber conseguido invertir con mucho tiempo y esfuerzo la tendencia de voto, saben que las emociones identitarias son una cosa delicada y no quieren cometer errores porque el tiempo y la ley están de su lado.
El único que ahora mismo tiene prisa es Puigdemont –la vida en Bruselas es cara– y a las pocas horas de cerrarse las urnas ya estaba en televisión preguntando: ¿qué hay de lo mío? La presión, por tanto, que los catalanistas van a recibir desde la pensión flamenca de Puchi, para que le arreglen alguna manera de destacar sin pagar la cuenta, va a ser notable. Y es que el resto de la población y el gobierno central más bien parecen absolutamente proclives a respetar las indicaciones de los jueces y jamás se negarán a escucharle, si bien no parecen tener inconveniente en hacerlo a través del teléfono de un locutorio de Estremera.
La división en Cataluña, tras la fuga de empresas y el desprecio de Europa a las payasadas de Puigdemont, ya se ha terminado convirtiendo en una controversia definitiva entre identitarios y demócratas. Con la particularidad de que los catalanistas identitarios están convencidos de ser demócratas (sólo porque de vez en cuando usan coleta o barba hipster) y los demócratas son quienes tienen que ponerse firmes recordándoles el respeto que deben a la ley de todos. No va a ser uno demócrata sólo por aliño indumentario o gestualidad externa, sino que hay que demostrarlo respetando las comunes reglas de la democracia. De hecho, el principal problema para entenderse ahora mismo entre los dos bandos contrincantes en Cataluña es la ruptura de la confianza. Preguntados directamente, los constitucionales se muestran cautos, pero se nota que les va a ser muy difícil olvidar que el 6 y 7 de septiembre los representantes catalanistas intentaron despojar de sus derechos a los representantes de más de la mitad de la población. Ante alguien de tan escasa fiabilidad democrática, es normal que los constitucionales sean muy recelosos de cualquier proyecto que puedan ofrecerles.
¿Quién les garantiza a los constitucionales que cualquier pacto que se pudiera alcanzar no lo intentarán vulnerar con trampas los catalanistas en cuanto el público se diera la vuelta? Es el principal y más perjudicial efecto del inmenso error político del nacionalismo en septiembre de 2017: el descrédito, la perdida de prestigio y respeto que toda una opción política entera ha desarrollado ante las instituciones democráticas. Un respeto que el catalanismo se había ganado en la recta final del franquismo por la escrupulosa fiabilidad de su oposición a la dictadura y que, ahora, algunos de sus dirigentes han dilapidado irresponsablemente con decisiones arbitrarias y tramposas.
Se entiende así que en Cataluña, ahora mismo, todo el mundo piense que esto va para largo. Se tardará mucho en enseñar democracia a esos líderes nacionalistas que la perdieron en su camino hacia el populismo. Sería incluso más rápido buscar líderes nacionalistas nuevos.
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