José María Marco
La memoria como propaganda
La decisión de enterrar a Francisco Franco en el Valle de los Caídos, plasmada en la orden firmada por el Rey Don Juan Carlos el 22 de noviembre de 1975, quería sin duda rendir un homenaje a quien había gobernado España durante casi cuarenta años. En sí mismo, y ya que Franco no podía ser considerado una víctima de la Guerra Civil, el gesto no respondía al deseo del dictador ni al objetivo de la Basílica. Sin embargo, también resultaba coherente –en parte al menos– porque el Valle de los Caídos, muy querido por Franco es, efectivamente, el monumento que mejor resume el significado de su régimen y, sobre todo, el sentido que Franco quiso dar a este: declaración triunfal de victoria, igualación moral
–inicio al menos de una futura reconciliación– y consagración del país al catolicismo.
El homenaje tuvo por tanto algo de cierre de una era histórica y, por eso mismo, constituía una forma de apartamiento. La extraordinaria dimensión del monumento parecía hecha a la medida del olvido en el que se iba a sumir durante otros casi cuarenta años. Y correspondía bien al espíritu ecléctico y pragmático de la Transición, que no olvidaba nada de lo ocurrido (lo demuestra la proliferación de documentos y estudios publicados en aquellos años, así como la forma en que se abordó el problema de la reconciliación), pero que prefería no hacer de todo eso materia partidista. Después de una primera reconciliación realizada durante la dictadura, similar a la que llevaron a cabo el resto de los europeos en los mismos años y que propició el arranque de la futura Unión, los españoles dieron un paso más. Sacaron las consecuencias prácticas, es decir políticas, de su historia.
Los seres humanos, sin embargo, somos animales simbólicos y necesitamos dar o encontrar sentido a lo que hacemos. Más aún cuando se trata de la vida en común, que a su vez da sentido a nuestra propia existencia como seres humanos. Los hechos ocurridos durante la Guerra, y la propia dictadura, saldrían en algún momento del apartamiento público en el que habían quedado situados. De hecho, la invisibilidad y el abandono del Valle de los Caídos y de lo que este representa contrastaban con la presencia de la Cruz que lo corona, inconfundible en el paisaje de la sierra madrileña desde muchos kilómetros.
El ejercicio de olvido y –en cierto modo– de negación tenía por tanto fecha de caducidad. Esta no llegó de pronto, con la Ley de Memoria Histórica de 2007. La atmósfera que presidió la Transición fue transformándose a medida que se iba elaborando una nueva legitimidad, frágil, de la Monarquía parlamentaria. Esta se fue fijando, no en la tradición constitucional española, fundada en la alianza de la Corona –y en más de un sentido de la Dinastía– con el liberalismo, sino en la tradición republicana y, más allá, «progresista». Las muchas ambigüedades que en los años 70 se tejieron en torno al republicanismo de la Monarquía –comprensibles, aunque frívolas, en aquel contexto– empezaban a fraguar en un sentido nuevo. La Guerra Civil, por otro lado, fue dejando de ser una tragedia sin redención posible para convertirse, poco a poco, en el revival de una de las pocas leyendas propagandísticas que han sobrevivido al siglo XX, la de un enfrentamiento entre democracia y fascismo.
La Ley de Memoria Histórica culminó aquel gran viraje, conseguido sin que la derecha política ni cultural (la oficial, al menos) hiciera nada para contrarrestarlo, como era su obligación, para ofrecer una versión de los hechos más ajustada a la verdad, al fondo de la Transición, a la Corona y a los intereses nacionales. Ahora se requiere algo de imaginación, pero teniendo en cuenta que la presencia de los restos de Franco en el Valle de los Caídos iba a convertirse sin remedio en un hecho simbólico y político de primera magnitud, es dado figurarse un escenario distinto. En primer lugar un consenso lo más amplio posible entre fuerzas políticas, tal como preconiza el Informe de los Expertos entregado en 2011. Un acuerdo con la familia, después, para evitar la exposición y la manipulación indigna de los restos de un ser humano. Y otro acuerdo, previo, con la Iglesia católica y con la Orden encargada de la custodia de la Basílica, aunque sólo fuera por respeto a la historia y a la lección terrible que para cualquier español, y cualquier ser humano, transmite el Valle de los Caídos. Difícilmente se habría evitado toda polémica, pero la exhumación y el nuevo enterramiento habrían dado la ocasión de profundizar en los principios de la democracia y renovar su significado más hondo, del que no podemos obviar la dimensión trágica. Hoy seríamos españoles con mayor conciencia de lo que eso significa, más respetuosos por tanto y más libres: de nuestros prejuicios y de nuestros rencores. También de nuestro pasado.
Se ha hecho, como es bien sabido, exactamente lo contrario. En vez de un esfuerzo para urdir acuerdos, el Gobierno de Pedro Sanchez optó por la descarada propaganda partidista. En vez del consenso, se decidió por el chantaje. Y en vez de intentar limitar los daños irremediables en un asunto de extrema delicadeza, que atañe a la fibra más sensible de lo que nos conecta con nuestra historia y nuestra vida colectiva, se dio un zarpazo que ha vuelto a abrir la herida y resucitar los peores fantasmas de nuestra historia. Gestos que tendrán consecuencias.
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