Opinión
Materiales para una reconstrucción (I)
No basta con nuevas caras ni discursos afinados. Se necesita un compromiso real y sostenido que transforme la política en espacio de dignidad y servicio
El primer deber de quienes aspiren a ofrecer una alternativa al Gobierno actual, a la corrosión que exuda en cada una de sus acciones, es encarnar una renovación ética. Es necesario, sí, un programa de medidas que atiendan a las bases materiales, económicas y de prosperidad de España, pero no deberían olvidarse de que esas medidas no conducirán a nada si antes no se curan las heridas abiertas en la tierra sobre la que deben asentarse.
No se trata de protagonizar rupturas ni de ensoñaciones de refundación. De las primeras, hemos tenido unas cuantas; de las segundas, también. Se trata de trabar un compromiso auténtico con la vida pública –esto es, con los españoles– que restablezca el respeto por las formas, el valor de la palabra (dada) y el valor del silencio, que casi siempre es la muestra más genuina del valor esencial de la prudencia. En una sociedad fatigada por la agitación constante, la urgencia es recuperar una política que mueva al respeto, no por imposición o conveniencia, sino por dignidad.
No puede existir un orden político duradero sin una cultura de compromiso y carácter. Gobernar es mucho más que ejecutar un programa: es encarnar una forma de entender y estar en el poder. Hoy, la política corre el riesgo de reducirse a su versión más inmediata, superficial y efímera. Pero la representación no consiste en reaccionar a cada estímulo ni en intervenir sin pausa. A veces, lo más valiente es saber cuándo no responder, cuándo no tensar más la cuerda, cuándo no ocupar todos los espacios.
La sobriedad es, en política, una forma genuina de liderazgo. Lo sostuvo Michael Oakeshott: el buen gobierno no aviva pasiones, sino que las modera. Moderación no es pasividad, es una forma superior de energía que ordena sin agitar.
Nuestro país enfrenta una erosión profunda y visible de sus instituciones. El Parlamento ha dejado de ser un espacio de deliberación para convertirse en escenario de gestos vacíos y confrontaciones dañinas. La representación exige más que apariencias: reclama un lenguaje respetuoso, la vehemencia de las buenas maneras y una actitud libre de desprecio hacia el adversario. Y como el Parlamento, el resto: desde el Tribunal Constitucional hasta la última Dirección General. Se impone la necesidad de recuperar para la prudencia todas las instituciones, que son herramientas del gobernante y refugio para los gobernados.
La buena política no humilla, no divide ni se atrinchera
No basta con cambiar nombres ni reformular discursos. Porque, aunque hacerlo es necesario, lo que debe ponerse en juego es una profunda idea de responsabilidad. Una responsabilidad que no se impone desde fuera, sino que nace del interior de quienes ejercen el poder. No se trata de moralizar la política, sino de aceptar que, sin un compromiso honesto con la verdad, la palabra dada y el servicio público, la política pierde su sentido; que la ética pública no sea una sorpresa o una exigencia heroica, sino la cotidianidad absoluta por ser la condición indispensable para la estabilidad.
De igual modo, es fundamental recuperar el sentido de continuidad, la noción de pertenecer a algo que nos precede y nos trasciende. Nuestro país es fruto de una tradición sólida y valiosa, forjada mediante acuerdos y lealtades que no pueden renovarse con superficialidad. Lo escribió Chesterton: «La tradición significa dar voto a la clase más oscura de todas, nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos». La política del presente no puede estar atrapada en la urgencia ni en la estrategia momentánea, sino que debe sustentarse en una visión de legado que honre ese pacto intergeneracional.
La revolución ética que hace falta es callada, firme, constante
La buena política no requiere grandes proclamas. Necesita compostura en el presente; responsabilidad con el futuro y aprecio hacia el pasado. Coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Discreción en el estilo y firmeza en los principios. Una política así no humilla, no divide ni se atrinchera. Es una política que sabe gestionar los desacuerdos sin convertirlos en fracturas, que corrige sin dramatismos y protege sin aspavientos. Que entiende que el deber no siempre coincide con la conveniencia. No hablamos de nostalgia, sino de exactitud. De recordar que el respeto es condición del entendimiento, que la moderación no es debilidad, que el silencio a veces resulta más elocuente que la consigna. La regeneración que nuestro país necesita no será inmediata. Será, si llega, una reconstrucción paciente de vínculos, una restauración del tono y una recuperación del sentido del límite.
Frente al ruido, distinción. Frente al cálculo, criterio. Frente al espectáculo, verdad. Esa es la revolución ética que hace falta: callada, firme, constante. Una revolución que devuelva a la política su altura y a los ciudadanos su confianza. Solo desde ese compromiso silencioso y prudente podremos reconstruir no solo nuestras instituciones, sino también la confianza que hace posible la convivencia.
En un tiempo donde las miradas se vuelven hacia las instituciones y sus liderazgos, la llamada es clara: es momento de que quienes asumen la responsabilidad pública se comprometan, con humildad y firmeza, a restaurar la ética que sostiene nuestra convivencia. No basta con nuevas caras ni discursos afinados; se necesita un compromiso real y sostenido que transforme la política en un espacio de dignidad y servicio.