Elecciones generales
Rajoy ante el efecto «bandwagon» en los debates
Al líder del PP le conviene ahora debatir a cuatro porque puede reunir el llamado voto útil, típico del candidato más votado
Habrá debate. O debates. No sabemos cuántos, ni cómo serán, ni siquiera si acudirá el presidente en funciones a todos. Pero empieza a ser habitual que ante una campaña electoral este concepto, que hasta no hace mucho era residual en la estrategia de los asesores, empiece a verse como algo obligatorio y definitorio por los partidos. Pero no nos llevemos a engaño. El debate político, en «prime time» televisivo, ajustado a negociaciones previas, apenas si modifica la intención de voto del ciudadano (hablamos de España), que acude a él con las ideas más o menos claras de a quién piensa votar. Un debate actualmente no es otra cosa que la prolongación de las tertulias diarias o semanales de consumo global. Sirven para confirmar o reafirmar las opiniones propias, para asegurarnos de que este candidato o su partido no nos representa y por tanto votaremos alternativas más convincentes (antes eraN una o dos, ahora el abanico se amplía).
Sólo han existido tres debates –desde que la televisión apareció como canal y herramienta de comunicación política– que podamos defender como decisivos a la hora de influir en un cambio de voto posterior. El célebre de Nixon contra Kennedy (1960), el de Mitterrand contra Giscard D`Estaing (1974), cuando este sacudió al líder socialista con aquel «señor Mitterrand, usted no tiene el monopolio del corazón», y el de Bush padre contra Clinton (1992), el conocido debate del reloj, cuando el presidente que optaba a la reelección miró en más de una ocasión a su muñeca para ver cuánto quedaba del debate, lo que dañó poderosamente a su imagen.
En España, a pesar de la numerosa audiencia congregada en torno a ellos, su impacto posterior ha sido menor que el esperado. No existen datos que avalen esta conclusión, pero sí evidencias que apoyan la tesis de que un debate, si se sale a no perder, se acaba siempre empatando. Y cuando vas en cabeza, muchos asesores optan por la estrategia conservadora que no arriesga ni la sigla del partido.
Pero ahora vivimos en un nuevo contexto. Cierto es que en España no hay debate porque no tenemos ninguna conciencia de debate. A pesar de ser una país con tendencia a la efusiva tertulia y profusión de todólogos mediáticos con lenguaje de bareto y café de leche cortada, el concepto que enmarca la disquisición sobre ciertos temas, el combate dialéctico bajo el respetuoso argumento y la palabra enmarcada en idearios de base profunda sigue siendo una asignatura pendiente de orden democrático. El voto reactivo, el voto de rechazo, debería empezar a dejar paso al voto proactivo, de contraste, de conjunción disyuntiva pero propositiva.
Y en esta tesitura, Mariano Rajoy debe acudir cuando se le convoque. Le conviene. Por táctica y oportunidad. Por visión y cálculo. No es escenario negativo para él desenvolverse antes tres adversarios que jugarán la carta «del hombre que le dijo no al Rey». Puede ser receptor, al mismo tiempo, de lo que conocemos en comunicación política y sociología electoral como el efecto «bandwagon» (reunir en torno a sí el llamado voto útil, típico del candidato votado por la mayoría) y el efecto «underdog», (que dice que ofrecer una imagen de víctima frente a la opinión pública hace que esta se ponga del lado del, a priori, del más débil y atacado).
Rajoy debe acudir al debate a cuatro porque es ahí donde puede poner sobre la mesa de la percepción pública la diferencia entre la España en serio que vendió –y venderá– en campaña, frente a la otra España que durante cuatro meses ha sido incapaz de formar gobiernos de cambio o mayoría alternativas. Le beneficia para desmontar acusaciones de incomparecencia. Le aporta porque si sabe controlar el formato, puede salir su mejor vertiente de buen parlamentario, Ésa que ofrece rapapolvos dialécticos a diestra y siniestra. Y le sitúa en el imaginario colectivo como un candidato, no ya en funciones de (Gobierno), sino en predisposición para (gobernar). Es ahí donde debe vender efectos y no afectos. La coyuntura ahora está predispuesta a ser más práctica que utópica.
Por su parte, Pedro Sánchez tiene en este presumible debate el papel más complejo de los cuatro contendientes. Por la presión que supone convencer a los electores de que es algo más que un candidato agraciado, y empujen así el voto hasta el quimérico sueño de las tres cifras en escaños. Pero también porque sabe que sin Presidencia no hay Secretaría General. Barones y «susanas» empiezan a impacientarse ante el hombre que no consigue ahormar a la izquierda bajo un manto común. Ya no le funcionará vender a Ciudadanos como la «marca blanca del PP» o «la derecha premium». No cuando está tan reciente cuatro meses de idílico bodorrio reformista. Lo que a Rajoy le vale como eslogan pasado, Sánchez deberá darle una vuelta. «Un futuro para la mayoría» no pasa por ser el «sound-byte» más creíble para un candidato lleno de buenas intenciones pero falto de cintura dialéctica en debates de altura y negociaciones de salón.
Ecosistema predilecto
En cuanto a Rivera e Iglesias, acudirán a su ecosistema predilecto. Un formato que les permite desplegar sus mejores virtudes, trabajados y entrenados en contextos propicios para que su fondo de armario retórico brille. En el anterior debate a cuatro, vimos a un Iglesias hábil en el eslogan y en saber dónde poner el foco del mensaje y localizar a su adversario. El formato Sexta Noche la favorece, porque ahí su verbo agresivo y de combate adquieren relevancia y posicionamiento. En Rivera no vimos entonces a ese buen comunicador que en el Parlament se merendaba mitos nacionalistas cada semana, ni al político que, con soltura, explicaba las medidas de Ciudadanos en cada programa de televisión. Las expectativas, o falta de preparación, le superaron. Ahora tendrán que luchar, ambos, con dos escenarios negativos. Uno, el presumible aumento de la abstención, algo nada baladí pues el 38% de los votantes de Ciudadanos y Podemos el pasado 20-D decidió su voto hacia ellos en la última semana. La probabilidad de que en esa abstención esté buena parte de los que entonces les confiaron su voto es grande. Y el segundo escenario es el conocimiento que ya tiene el ciudadano de ellos. Ya no podrán jugar el factor sorpresa, ya no vende aquello del voto para echar al bipartidismo, no cuando ya te has consolidado como partido total, con sus virtudes y buenas maneras, pero también con sus vicios y con sus defectos.
Un debate tiene por misión tanto identificar a destinatarios precisos como seducir a masas invisibles. Pero un debate no se gana con datos, ni con gráficos, ni con porcentajes (huyan los candidatos de eso), sino como representantes de un set de creencias amplias, que provoque la identificación de diferentes colectivos sociales con lo que eres, con lo que representas y con lo que defiendes. Esa es la imagen que hay que trabajar y proyectar en un debate. Y es ahí donde los mensajes y marcos mentales deben oscilar en el tiempo que dura el mismo.
La geométrica de la política no se define en dos horas de rifirrafe retórico, pero si adelanta toma de posturas o puede crear dudas nuevas. En el debate a cuatro, los candidatos, en suma, deberán trabajar no tanto para reforzar la opinión propia de los convencidos a la causa, sino en la búsqueda de elementos de persuasión que implique la alarma en el adversario y el apoyo del indeciso. Que lo preparen como candidatos y como contrincantes, pero también como ciudadanos. Así se podrá visualizar mejor el proyecto que relatan, así podrán ajustar mejor las expectativas a las necesidades creadas. Un debate se prepara siempre con mensajes, pero se gana a menudo cuando éstos se transforman en sensaciones.
*Director de La Fábrica de Discursos Asesor de comunicación @francarrillog
✕
Accede a tu cuenta para comentar