Ginebra

Un acto personal y meditado

La Razón
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Todas las abdicaciones, cuando lo son de verdad, es decir no forzadas por la violencia o la coacción, son actos personales, intransferibles y, generalmente, muy meditados porque afectan seriamente a la Familia Real y, lo que es más importante, al futuro de la nación. Entiendo que Don Juan Carlos ha valorado la decisión de abdicar con toda profundidad y habrá estimado que era lo mejor para España en este momento. Eso mismo es lo que han hecho los otros monarcas europeos que en este siglo o en el pasado han decidido abandonar el trono y sus sinsabores y trabajos. La última abdicación había sido la del rey Alberto II de los Belgas. Su hijo Felipe asumió la Corona el 21 de julio de 2013. También su abuelo, el rey Leopoldo III de los Belgas, había abdicado el 16 de julio de 1951 forzado por el Gobierno de Jean Duvieusart y tras su controvertido regreso a Bélgica desde su exilio en Pregny-Chambésy, cerca de Ginebra. Alberto II ya no es Rey de los Belgas, pero su denominación actual es la de Su Majestad el Rey Alberto, igual que su esposa es Su Majestad la Reina Paola y su cuñada es Su Majestad la Reina Fabiola, desde el fallecimiento de su marido el rey Balduino de los Belgas. El 30 de abril de 2013 Guillermo Alejandro de Países Bajos se convirtió en Rey por abdicación de su madre, la actual princesa Beatriz de Países Bajos, princesa de Orange-Nassau y de Lippe-Biesterfeld. En eso continuaba la tradición iniciada por su abuela y su madre, las reinas Guillermina, en 1948, y Juliana, en 1980, convertidas ambas en princesas tras dejar el trono. Ya el 7 de octubre de 2000 el gran duque Juan de Luxemburgo decidió abdicar en su hijo Enrique aunque éste, desde el 4 de marzo de 1998, había recibido de su progenitor la Lugartenencia del Gran Ducado, asumiendo la mayor parte de los poderes constitucionales de su padre que desde su abdicación tiene el tratamiento y nombre de Su Alteza Real el gran duque Juan, príncipe de Luxemburgo, príncipe de Nassau y de Borbón-Parma. También en ese país las abdicaciones son ya casi tradición. La gran duquesa María Adelaida la efectuó en 1919 y su hermana la gran duquesa Carlota en 1964.

No podemos olvidar la reciente abdicación de otro monarca, aunque a menudo la gente olvide que lo era. Me refiero al Papa Benedicto XVI, que fue monarca temporal electivo además de Cabeza de la Iglesia Católica. El 28 de febrero de 2013 decidió dejar la Silla de Pedro y pasar a ser Papa Emérito, retirándose a meditar en la Casa de Santa Marta.

En Inglaterra, tras 327 días de reinado, se produjo el 11 de diciembre de 1936 la abdicación del rey Eduardo VIII, que leyó en la BBC. Era la primera vez que tal hecho ser producía en la historia: un rey comunicando a través de las ondas radiofónicas el abandono del trono. Fue presentado como «Su Alteza Real el Príncipe Eduardo». Al día siguiente partió de Inglaterra con destino a Austria. Su hermano el rey Jorge VI le otorgó el título de Duque de Windsor con el tratamiento de Alteza Real que ya tenía desde su nacimiento. En Italia, el rey Víctor Manuel III abdicó el 9 de mayo de 1946 en su hijo el rey Humberto II, que sólo reinaría un mes, tras el cual un discutido referéndum dio al traste con la monarquía. Se le llamó por eso «Il Re di Maggio». Esta abdicación forzosa, como la del rey Miguel I de Rumanía el 30 de diciembre de 1947 o la del rey Constantino I de los Helenos el 27 de septiembre de 1922, más forzosas aún pues fueron hechas, una bajo evidente coacción comunista o la otra por revueltas militares, no deberían denominarse propiamente abdicaciones sino pérdidas de la Corona. Lo mismo le sucede a los casos del emperador Nicolás II de Rusia o de todos los monarcas alemanes que perdieron el trono de resultas de la derrota en la I Guerra Mundial.

Las abdicaciones en España, hasta ahora, se han venido produciendo por situaciones excepcionales. Este año celebramos el centenario del nacimiento del general Juan Prim, artífice de haber traído a España al príncipe Amadeo de Saboya, duque de Aosta, para reinar como Amadeo I. Éste, ante el imposible manejo de los acontecimientos, no tuvo más remedio que abdicar el 11 de febrero de 1873. Su acta de abdicación comenzaba diciendo: «Grande fue la honra que merecí a la Nación española eligiéndome para ocupar su Trono; honra tanto más por mí apreciada, cuanto que se me ofrecía rodeada de las dificultades y peligros que lleva consigo la empresa de gobernar un país tan hondamente perturbado». Parece que esa perturbación está de nuevo entre nosotros. Pero Dios quiera que Su Majestad el Rey Don Felipe VI logre llevar el timón de este barco, por usar un símil tan caro a su abuelo, el Conde de Barcelona, con mano firme y fe en el futuro.