Rajoy, año II
Una casa común sin casero ni inquilinos
Cuando salió a relucir el tema de Cataluña en la rueda de prensa, a mí no me pareció que el presidente Rajoy tuviera pinta de casero hostil. Ni de casero a secas. Al contrario, ofrecía la estampa de un hombre apacible, dialogante y sincero, que podría ser el vecino del tercero, que había sido elegido presidente de la comunidad. Escuchándole, uno llegaba a la conclusión de que Artur Mas es un inquilino de sus propios fantasmas, lo que lo convierte en un incordio para la convivencia civilizada. Mariano Rajoy, que, sin hacer muchos alardes, acostumbra a ganar todos los pulsos, no se ha mostrado cerrado al diálogo, pero lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible, que decía aquel torero castizo. «Digo sí al diálogo –ha proclamado el presidente–, pero no a dividir España». Más claro, agua. Con eso está dicho todo. Y lo ha explicado: «Yo no dispongo de la soberanía nacional». Así es. La representación de la soberanía nacional ni siquiera reside en el Gobierno, que se ocupa de la Administración, sino en las Cortes. Por eso el presidente del Gobierno ha procurado no crear falsas expectativas en esta conferencia de prensa, que marca el ecuador de la legislatura. ¿Diálogo para qué? Si se ve con Mas, y no ha cerrado la puerta, será para intentar convencerle de que el camino que ha emprendido no conduce a ninguna parte, que la consulta daña a España, pero especialmente a Cataluña, y que sigue siendo válido, con las actualizaciones que sean precisas, el modelo de convivencia que nos ha proporcionado el mayor periodo de libertad, prosperidad y estabilidad social. En esto no ha habido novedades, ni podía haberlas. El presidente ha seguido utilizando el guión del sentido común como un martillo pilón. En sus palabras, eso sí, saltaba a la vista el peso de la responsabilidad y la preocupación por la iniciativa de los secesionistas catalanes, que sólo ha conseguido generar incertidumbre, inestabilidad y fractura social. Un disparate histórico y más cuando vamos a una mayor unión europea, única salida para que Europa pueda librarse de la quema en los tiempos de la globalización. Es Europa la que obliga a España a actualizar los «acuerdos de convivencia» de que habló el Rey la noche de Navidad. Pero todo dentro de un orden, o sea, de acuerdo con la voluntad general contenida en la Constitución. La actualización no es para cargarse, como pretenden Mas y compañía, la historia común de la nación más antigua de Europa. El todavía presidente de la Generalitat, al que mueve descaradamente Oriol Junqueras como a un muñeco de guiñol y al que pronto le moverán la silla, parece que cae por fin del burro y admite que una quimérica Cataluña independiente quedaría fuera de la Unión Europea. ¡Pues claro! Rajoy le ofrece la mano tendida para salir del terreno pantanoso en que se ha metido y volver, tras este desvarío, a la casa común. Lo más que puede hacer es dejarle la puerta abierta, sin reproches aunque llegue de noche y enfangado, y un lugar aseado y confortable en la misma. Pocas veces, en estos dos años de mandato, las palabras del presidente, con fama de poco hablador, han coincidido tanto con el sentir general de los ciudadanos. Como se sabe, la casa de todos sigue siendo España. Es una vieja casa de familia en la que cruje algún machón y en la que no hay casero ni inquilinos.
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