Libertad de expresión
Yo voté a VOX
Elige arma y padrino
Da igual que se trate de feminismo, de ideología política, de religión...Cualquier tema debería poder tratarse sin miedo alguno a la reacción desaforada de aquellos que se han encaramado a una atalaya de superioridad moral desde la que nos observan, nos señalan y nos empujan al lado de los equivocados.
No vamos a permitir que nos roben la palabra España. Lo hacen para excluir y para nosotros España es cuidar y proteger a la gente. Defender nuestra patria no es enfrentar al último contra el penúltimo. La patria es la gente. Necesitamos un proyecto de futuro basado en construir un modelo económico moderno, digno y en cuidar de nuestra tierra. En las próximas elecciones van a estar en juego valores y principios que creíamos que nadie osaría cuestionar de nuevo.
Bien. Y ahora que has llegado hasta este segundo párrafo, aprovecho para saludarte y agradecerte que sigas leyendo. Celebro que no te hayas quedado en el titular, sacando ya tus conclusiones a vuelapluma en las tres primeras líneas. Sé que no es fácil y que muchos se habrán quedado atascados ahí, ofendidos porque alguien pueda haber ejercido su derecho a voto otorgándoselo a un partido legal en un estado de derecho. Qué atropello. Reconozco que he puesto el título a mala leche, no te quiero mentir. Pero no, no he votado a VOX. Ni a ningún otro partido. Entre otras cosas porque ni siquiera estoy empadronada en Andalucía, aunque no me importaría. Que me gusta a mí más Granada que comer con los dedos. Te contaré, además, que ni siquiera he escrito yo ese primer párrafo. Y que no son palabras de Abascal o de Serrano, como podrías estar pensando. Son palabras de Echenique, Iglesias y Monedero que he copiado literales de sus cuentas de Twitter.
Sorpresa.
“¿Y por qué habrá hecho algo así la tía loca esta?”, te estarás preguntando. Pues yo te lo cuento todo. Ponte cómodo y sírvete una cerveza bien fría (o un café con leche, depende de la hora a la que me leas. Yo invito). Te propongo que dejemos las ideologías en la puerta, con los abrigos. Que olvides cuál es la cabecera de este periódico y que hablemos de todo esto que está pasando y que me preocupa. Hablemos (bueno, hablaré yo, que para algo es mi columna) sin colores, sin estar a la defensiva, sin que presupongas hacia qué lado escora este barco. Yo haré lo mismo ¿Crees que podremos? Confío en que sí.
Pues lo he hecho, te cuento, porque estoy segura de que un gran porcentaje de aquellos que han llegado hasta esta columna ya se han formado una opinión de lo que voy a decir solo con el título. Estoy segura también de que una mayoría de ese porcentaje no habrá pasado de las tres primeras líneas, que habrán servido para apuntalar esa opinión ya formada. Unos a favor y otros en contra, leyendo las mismas líneas todos. Pocos habrán llegado hasta el segundo párrafo, así que pocos sabrán que, todo eso que les ha indignado o que les ha gustado, lo ha dicho precisamente el opuesto a quien ellos creen que lo ha dicho. Así que, como pasa últimamente, da igual lo que yo haya dicho. Lo importante es lo que creen que he dicho.
Te pongo un ejemplo de tantos. Hace poco, una periodista a la que sigo y admiro publicó un breve artículo de opinión muy interesante sobre algunos pasajes del Corán y sus impresiones al leerlos. Una frase se extrajo de ese texto y, desnuda y desprovista del contexto que la arropaba y daba sentido, se lanzó a las fieras. Faltó tiempo para que se produjese una avalancha descontrolada de indignación y hostilidad. Personas ofendidas por el contenido que ellos le imaginaban a un texto que no habían leído en su totalidad, que no habían valorado por ellos mismos o cuyo contenido completo desconocían. Indignadas por una interpretación libérrima de una opinión personal acerca de la opinión de alguien sobre algo. O peor, por un texto que han leído y desprecian porque no es exactamente lo que ellos piensan al respecto.
¿Por qué es tan patente hoy en día ese rechazo al libre pensamiento del otro? ¿Por qué nos parece erróneo por defecto si no se ciñe completamente al nuestro? ¿Por qué nos indigna y ofende tanto que alguien pueda dar su opinión y disentir de la nuestra?
Podríamos achacarlo a algún tipo de sesgo cognitivo, un Dunning-Kruger como una casa, quizás. Pero yo creo que es algo más preocupante. Creo que la intolerancia ha venido para instalarse entre nosotros. Y, de momento, quedarse. Una intolerancia sutil, vestida de domingo con buenas intenciones y causas justas. Y con lazo de paradoja de Popper. Corrección y decoro. Una presión constante, para que no nos salgamos de la línea marcada, ejercida con sibilina eficacia por, oh sorpresa, el de al lado. Por aquel que tiene nuestra confianza. Aquel que tememos perder o de quien prevemos y evitamos una reacción que nos señale o estigmatice. Que nos expulse y nos etiquete.
Da igual que se trate de feminismo, de ideología política, de religión, comida o de la última serie de moda. Es lo de menos. Cualquier tema debería poder tratarse sin miedo alguno a la reacción desaforada de aquellos que se han encaramado a una atalaya de superioridad moral desde la que nos observan, nos señalan y nos empujan al lado de los equivocados. Sin temor a los que se han autoproclamado garantes y vigilantes del bien, de lo que es correcto opinar.
¿Y a costa de qué lo han hecho? A costa del miedo al rechazo de muchas voces que se apagan. Es muy duro escuchar constantemente a gente que aprecias explicar que no pueden matizar sobre un aspecto porque tendrían problemas con sus compañeros de trabajo, que no pueden manifestar una idea en concreto porque su grupo de amigos les rechazaría, que no se atreven a decir que no están completamente de acuerdo en algo. Y ese silencio se convierte en cómplice y alimento de esa intolerancia de andar por casa, amplificada en las redes sociales, que nos invade y que está acabando con toda posibilidad de diálogo. ¿Crees que esta es la mejor sociedad que podríamos dejarle a nuestros hijos? No a los nuestros en común, entiéndeme. Que acabamos de conocernos. A los de todos nosotros. Porque yo creo que no. Y me preocupa que normalicemos que hay cosas de las que no se habla, que es mejor callarlas porque no es correcto pensarlas.
Me preocupa que los “el de al lado” actúen como microestructuras de poder controlando, o al menos intentándolo, a pequeña escala la libertad de pensamiento. Pero nuestra libertad individual es en realidad nuestro poder. Y debemos ejercerlo. Lo escandaloso es que desde la clase política se alienten de manera irresponsable estas actitudes claramente intolerantes y alimenten con ello al cocodrilo, como diría Churchill, con la esperanza de ser devorados los últimos.
Se me ha terminado el café. Y mira qué horas. Tengo que irme, que he quedado. Aquí al lado. Pero si tú y yo hemos conseguido por un momento entendernos, si independientemente de nuestras ideologías personales (que desconocemos el uno del otro) hemos sido capaces de comprender que, igual que nosotros tenemos nuestras razones para pensar de determinado modo, el de enfrente tiene las suyas, podría no estar todo perdido. Si hemos podido superar, aunque sea por un rato, la hostilidad hacia el pensamiento de otro, ha valido la pena. No se trata de vencer ni de convencer, se trata de respetar y valorar. De escuchar.
Y si no es así, si pese a todo sigues pensando que no tiene sentido tratar de entender al que disiente, escuchar sus argumentos, no presuponerle un idiota o un miserable; si sigues pensando que cualquiera que no piense como tú solo puede estar equivocado por defecto, no tiene la formación o el conocimiento suficiente o actúa de mala fe, en ese caso lamento ser yo quien te comunique que en el extremo contrario hay ahora mismo un tipo como tú pensando de ti exactamente lo mismo. Y está tan en lo cierto como tú. O tan poco.
Tan lejos y tan iguales.
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