Fotografía
Laura Walcott (I)
Para no haber estado nunca con ella, la recuerdo bien, como sin duda la recordará el tipo que una noche me dijo que donde quiera que estuviese una mujer como aquella, habría siempre cerca un elegante hombre con gabán oscuro dispuesto a sacarse el sombrero. Fue una lluviosa noche de octubre. Yo hacía tiempo para perder el avión mientras tomaba una copa en el Oak Room del hotel Algonquin. Llevaba dos días sin ir a cama y en el fagot de mi respiración croaba el cansancio. En las tulipas del salón se veía apenas la tez serosa de la luz. Ella acababa de darle con desgana un sorbo a su «Manhattan» dos mesas frente a la mía y retenía juntos en la boca el sabor del cóctel y el humo de un cigarrillo recién prendido. En el piano del fondo tiritaba como vidrio una melodía de Mancini. El camarero dejó una nota sobre su mesa y se retiró al instante con exquisita prudencia, encaramado casi en el boceto deshuesado de sus pasos, como si temiese que bajo sus pies fuesen a explotarle sus propias pisadas. Prendí un cigarrillo mientras ella leía la nota. Miró a los lados sin descomponer el gesto y volvió de nuevo los ojos hacia el papel. Entonces levantó la mirada evitando el pestañeo y apretó ligeramente los labios. Parecía a punto de llorar. Llamé al camarero y le pedí que esperase un instante mientras escribí en mi pañuelo algo que él le dejó sobre su mesa al final de otro sigiloso paseo sin sonido, al cabo de su cautelosa y profesional gentileza de ofidio. Ella siguió con la vista la retirada del camarero hasta que en el cambio de agujas del rastreo se encontró de frente mi mirada. Desplegó el pañuelo sin aparentar interés, con esa indiferencia con la que abren las mujeres un regalo del que presumen que sólo valdrá la pena el envoltorio. Me miró de nuevo, desanduvo la mirada hasta el pañuelo y leyó: «Toda mi vida he esperado un momento como éste. Mezclado con tu lápiz de ojos, ese llanto sería en mi pañuelo la frase que nunca acerté a escribir. ¿Te importaría ser esta noche bajo la lluvia mi próximo fracaso?». Se llevó la punta del pañuelo al rabillo de un ojo, lo plegó y en el fláccido ir y venir de aquel camarero que pisaba en off, como si tantease la catenaria del humo, me lo devolvió franqueado con su letra: «Me llamo Laura Walcott. Desde hace un rato bebo sin sed. De muchacha soñé con llegar lejos, pero en mis circunstancias de ahora me conformaría con ser portada en la página catorce de cualquier periódico editado en papel ardiendo. ¿Serías capaz de demostrarme esta noche que en la Quinta Avenida aún a veces seca la lluvia las aceras?».
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