Bagdad

Padre Ángel

La Razón
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A estas horas, la mayoría estará comprobando las uvas y los mensajes que empiezan a llenar el móvil de buenos deseos. Entre ellos, siempre está el del Padre Ángel, de Mensajeros de la Paz, que decide despedir el año como lo ha vivido y como piensa recibir al siguiente: ayudando a los que más lo necesitan. Este año está en Haití, consolando a los niños y abrazando a sus padres, como hace años estuvo en Bagdad, en Irán, en Líbano, en El Salvador o en cualquiera de los agujeros negros del planeta donde la guerra o la infamia pujan por enterrar a los niños y dilapidar todo futuro y esperanza.

Los ojos del padre Ángel han visto los mayores infiernos, pero su sempiterna sonrisa, seguramente heredada de esos niños por los que se desvive, parece parapetarlos. He sido testigo de cómo ha levantado el teléfono para pedir ayuda sin importarle si es la Casa Real o la casa de empeños. Creo que es el único que se ve como el hombre invisible, ya que para él sólo existen los demás. Con su eterna chaqueta azul marino y su corbata roja, indumentaria que no piensa jubilar porque prefiere invertir el desembolso en mascarillas o bolsas de agua para los despojados, el padre Ángel es el mejor mensajero de la esperanza. No le inquieta la subida de la luz porque en los campamentos de refugiados no suele haberla, ni el pacto antitransfugismo porque su huida siempre es hacia el que menos tiene. Conocerle es corroborar que los ángeles existen. Con personas como él, el mundo es un lugar mejor.