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Lenguaje velado por Miguel Ángel Hernández

La Razón
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Probablemente sea percepción mía, pero de un tiempo a esta parte estoy convencido de que ha crecido el número de burdeles de la Región. No hay más que asomarse a cualquier carretera para darse cuenta de la cantidad de carteles que anuncian todo tipo lugares para el placer –masculino, por supuesto–. Lo curioso del caso es que hay que fijarse mucho. Y hay que hacerlo porque es casi imposible distinguir la publicidad de un prostíbulo de la de una firma de moda, un perfume o una marca de helados. Es más, me atrevería a decir que los anuncios de estos lugares contienen mensajes sexuales menos explícitos que el resto de la publicidad contemporánea. Esto es así hasta el punto de que, si uno tuviera que guiarse por el imaginario de los carteles, probablemente entraría a una tienda de perfumes a preguntar por el precio del cuerpo de alguna señorita de esas que mojan sus labios y nos seducen –a los hombres; la mujer es un mero objeto de deseo y está privada de subjetividad–.

Está claro que la visibilización de estos lugares se hace cada vez mayor. Y sin duda el número de sitos está aumentando. Y lo digo ahora con conocimiento de causa. Aunque ustedes no lo crean, mientras escribo esta columna, justo enfrente de mi casa están montando un burdel. La antigua cafetería ha cerrado y, en su lugar, el dueño ha decido crear un lugar de ocio y relax, un club para caballeros. Un sitio con glamour. Y a mí me hace gracia el lenguaje velado y las imágenes sutiles que pretenden esconder lo que allí va a suceder. Preferiría que llamaran a las cosas por su nombre. Un perfume es un perfume. Y lo que están poniendo frente a mi casa es una casa de putas de las de toda la vida.