Benedicto XVI
Dominus Iesus
El seis de agosto de 2000, fiesta de la Transfiguración del Señor, en plena celebración del Gran Jubileo por el segundo milenio del nacimiento de Jesucristo de la Virgen María, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida en aquel momento por el Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, hizo pública la importantísima declaración «Dominus Iesus». Con este documento, la Congregación «quiso proclamar solemnemente la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de su Iglesia en medio de un mundo caracterizado por el relativismo». Se trata de la misma profesión de fe de la Iglesia de todos los tiempos, ya explícitamente afirmada en San Pablo, que entraña «una nueva inteligencia que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, sino que se le debe dar desde arriba, es decir, una revelación».
En estas palabras entrecomilladas del Cardenal J. Ratzinger encontramos el fondo y el contenido, la razón de ser de la declaración «Dominus Iesus», cuya actualidad es tan viva o más que en el momento de su publicación. Anunciar a Jesucristo, con obras y palabras, y hacer posible la experiencia del encuentro con Él, es el primer servicio que la Iglesia puede y debe prestar a la humanidad entera en el mundo actual. Sigue la urgencia viva del mandato misionero del Señor a su Iglesia, un mandato que cada día es más apremiante ante la mayor de todas las necesidades que el mundo tiene hoy de conocer a Jesucristo y de la salvación que en Él se nos ofrece; «de nuestro mundo actual se escucha un poderoso llamamiento a ser evangelizado». La Iglesia de nuestros días se siente apremiada a evangelizar; como Pablo oyó aquellos macedonios que decían «¡Venid, ayúdanos!», también hoy la Iglesia oye el mismo grito de una multitud incontable que está pidiéndole ayuda, evangelio, esperanza, sentido, amor, Dios, en definitiva, a Jesucristo, aunque no lo sepan o conozcan. El mundo nos pide a Cristo; la Iglesia se lo ha de entregar en su realidad viva y verdadera.
Esa preocupación está en el fondo de la declaración y colorea todo su contenido. No se puede evangelizar si no se ofrece y entrega, si no se anuncia y testifica, la verdad de Jesucristo. No puede haber conversión, si se les anuncia un Evangelio distinto del que hemos recibido, si se les transmite una interpretación humana más de Jesús, una invención humana y no la persona real y concreta, en toda la integridad y la realidad de su Persona y de su misterio. Esta declaración, en buena medida, surgió de la necesidad de anunciar con toda claridad y verdad a Jesucristo en medio de un pluralismo relativista.
Impulsada apremiantemente por esta urgencia evangelizadora, la Iglesia comprueba, sin embargo, que son muchas las fuerzas y dificultades de dentro y de fuera para llevar a cabo el mandato de su Señor. El servicio eclesial de la evangelización se ve debilitado no sólo por factores externos de diversa índole, sino también por algunas formas inadecuadas o reductoras de comprender, vivir y presentar el misterio de Cristo. Algunas de estas concepciones, reflejadas en comportamientos, prácticas pastorales, doctrinas teológicas o enseñanzas catequéticas, son objeto de discernimiento y de una respuesta clarificadora en esta declaración.
Incluso en tierras y zonas de misión, no se anuncia, a veces a Jesucristo para que los hombres se conviertan a Él y llegue a ser su único y sólo Señor; o no se le proclama, a menudo, como Aquél que lo pide todo. Desde esa preocupación podemos comprender el porqué de esta declaración que tanta luz arroja en los momentos actuales que estamos viviendo.
A veces, es preciso reconocerlo, se presenta, como me decía un joven, un Jesús que no es más que un «sucedáneo», un Jesús para el gusto de los hombres que no reclama el cambio de vida y de la manera de pensar, un Jesús de valores vigentes, muerto o perteneciente al pasado que no tiene que ver con la Iglesia y con el hoy y el futuro del hombre. Todo esto, de una manera u otra, es tenido en cuenta en el trasfondo de la Declaración, cuya intención es contribuir a avivar la fe en Cristo. Únicamente en la certeza gozosa de esta fe podrá fundamentarse la misión ad gentes y la nueva evangelización en los países de vieja cristiandad.
Con palabras precisas y pensamiento riguroso, a todo esto apunta la declaración, como contexto ideológico y teológico, situaciones y desafíos a los que trata de responder, posiciones ideológicas y afirmaciones acerca de Jesús que necesitan de discernimiento, exigen aclaración o rechazo por falsas o unilaterales opiniones teológicas que no se ajustan a la verdad revelada y a la fe de la Iglesia para ofrecer la verdad de Jesucristo, Hijo de Dios vivo venido en carne, Señor y Salvador único y universal. Como dijo Juan Pablo II tres meses antes de finalizar el Jubileo: «En la culminación del Año Jubilar, con la declaración «Dominus Iesus» –Jesús es el Señor– aprobada por mí de modo especial, he querido invitar a todos los cristianos a renovar su adhesión a Él en la alegría de la fe, testimoniando unánimemente que Él es, también hoy y mañana, ‘‘el camino, la verdad y la vida'' (Jn 15,16)».
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