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Corre Zátopek corre

Jean Echenoz publica en España «Correr», la vida novelada del atleta checo, «héroe» del socialismo que acabará castigado tras la primavera de Praga

Corre Zátopek corre
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Cuánta satisfacción siente el lector cuando el protagonista de una historia acaba como empezó. Si, además, concluye con un sentido de la dignidad más pleno, digamos que el libro adquiere un valor moral. Esta vida puede ser más o menos heroica; más o menos anodina e insignificante. Qué más da. Lo que importa es saber responder en los momentos decisivos, y Emil Zátopek supo estar ahí en el momento clave, quizá sin saberlo, sin querer engrosar el elenco –de dudoso rigor– de los héroes. Jean Echenoz siente predilección por estos personajes leves y minúsculos cuyas biografías tanto gusta novelar. Lo hizo en «Ravel» utilizando los trozos de vida que normalmente desperdiciamos por insustanciales y lo ha vuelto a hacer en «Correr» (Anagrama), ahora sobre la vida de Emil Zátopek, el atleta checoslovaco rey en el medio fondo desde la posguerra hasta que el telón de acero empezó a oxidarse, y de peculiar estilo, o anti estilo.

Primero entraron los alemanes en Moravia, mientras el joven Zátopek trabajaba en el puesto más ingrato de una fábrica de zapatos: troquelando las suelas de goma y tragándose el polvo correspondiente. Quería ser químico, pero no lo consiguió. Después llegaron los rusos, liberaron Checoslovaquia y la añadieron a la gran patria socialista. Sin saber muy bien cómo, acabó corriendo, a pesar de que detestaba el deporte y corría realmente mal, tan mal, que parecía que lo hacía por un animal instinto de no perder, de no ser el último, de huir. Recién acabada la guerra y siendo Berlín una gran escombrera, llegó una madrugada en tren vestido con el peculiar –por desconocido– uniforme del ejército checo para competir en 5.000 metros junto a soldados de todos los ejércitos vencedores. A la hora del desfile, cuando el que debía llevar el cartel de «Czechoslovakia», un soldado americano llamado Joe, vio que detrás de él sólo iba a desfilar un hombre, se negó a llevar el estandarte avergonzado. Pero fue tan aplastante la victoria de ese «solo hombre», tan rotunda y solitaria, que las risas del estadio de cuando vieron desfilar a aquel «solo hombre» se transformaron en vítores de admiración. Y Joe le esperó en la meta para abrazarle con lágrimas en los ojos.

Basta verle correr buscando en Youtube, en las Olimpiadas de Londres o Helsinki, para entender lo que nos cuenta Echenoz: «Le gusta sentir dolor». Ante cualquier síntoma de cansancio, acelera y su cuerpo pierde todo orden apolíneo para mostrar la monstruosa maquinaria del cuerpo. Y la gesticulación, que en el deporte es como el barroco más doliente.

No en balde, le llamaban «La Locomotora Humana» y ya sabemos lo que para el socialismo soviético representaban las locomotoras: la Historia misma que no puede parar dejando a la vista su bello engranaje. Pero con o sin dolor, Zátopek ascendía en su carrera militar y se convertía en un «héroe» popular, entre comillas, porque es utilizado como ejemplo del «socialismo real» y controlado por el Estado, al punto de que sólo puede competir en el extranjero con permiso del Ejército.

En las minas de uranio
Aquel atleta que duerme en trenes nocturnos ha desaparecido; ahora cruza los océanos para competir en carreras pintorescas, como la San Silvestre de Sao Paulo (de paso comprobará, asegura Echenoz, si funciona la ley de Corolis: que en el hemisferio sur el agua del lavabo gira en sentido contrario cuando va camino de sumidero). Ganar, lo ganó todo, hasta que los años, con treinta y pico y cayéndosele el pelo, se retira antes de que llegaran los abucheos. Vivía con Dana, su mujer, también atleta, lanzadora de jabalina, cuando, en 1968, la tropas del Pacto de Varsovia invaden Checoslovaquia para frenar, y aplastar, el plan de Dubcek de abrir el país a Europa. Entre los tanques y al lado de la gente, aparece Zátopek, un periodista lo reconoce, se acerca a él y le pide su opinión sobre lo que está sucediendo: pide nada más y nada menos que el boicot a la URSS. De esta manera, acabó donde empezó, en el más sucio de los trabajos:como jefe de mantenimiento de las minas de uranio de Jáchymov. Pero si Dubcek acabó de jardinero, Zátopek fue empleado como basurero, pero, cuenta Echenoz que en su distrito, cuando recogía la basura, la gente le aclamaba y eran ellos los que tiraban los cubos al camión. Y hubo más empleos: cavando agujeros para los postes de teléfono y, por último, archivero. Pasados los años redacta la tradicional carta de arrepentimiento, grotesca ceremonia que tanto gustaba al stalinismo y que sólo mostraba la sucia mecánica de la Historia (lo hizo para cobrar la pensión).
¿Valió la pena? Su gesto valió la pena porque, al fin y al cabo, Zátopek era «sólo un hombre».


Venganza socialista
Emil Zátopek se despidió del atletismo en España, en el Cross Internacional de Lasarte (Guipúzcoa), de 1958. Seis años antes consiguió el récord de ganar en los Juegos Olímpicos de Helsinki (1952) las medallas de oro de 5.000, 10.000 y maratón. Después de vivir en el ostracismo por su crítica a la invasión soviética de Checoslovaquia, en 1975 escribió una carta de rectificación, pero su gran aportación a la Primavera de Praga ya estaba hecha.