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Antes de que la «movida» madrileña se llamara «movida», los que participamos en aquella ola de diversión carecíamos, en conjunto, de cualquier sesgo ideológico. Como mucho, nos unía la aversión a los progres –a sus trenkas y a sus barbas– así como a los restos del hippismo, sus greñas y sus aspiraciones sinfónicas. Si con algo tenía que ver todo aquello, aunque entonces no nos diéramos cuenta, era con la España dinámica y sin sectarismos que había hecho la prosperidad del país en los años anteriores. Cuando se impuso el término «movida», a principios de los años 80, los socialistas lanzaron una opa sobre ella. Hubo quien no la aceptó y siguió siendo tan independiente como antes. Carlos Berlanga, por ejemplo, siempre se consideró a sí mismo un anarco-conservador. Hubo en cambio quien se alineó para siempre con el poder –legítimamente, por otra parte–, como Pedro Almodóvar. Al poco tiempo, la izquierda se había hecho con el monopolio de la cultura y de la estética, en buena parte por dejadez y falta de coraje de la derecha. Durante años, resultó casi inconcebible manifestarse en ese terreno y no profesar el credo de la izquierda. Los artistas no suelen ser gente muy valiente en ciertos asuntos, lo que explica algunas cosas, pero la situación ha sido demasiado monolítica, cercana a los años treinta, cuando los totalitarismos reinaban a su antojo. Esta situación se ha empezado a romper en muchos campos. Las declaraciones de la cantante y compositora Lourdes Hernández, de Russian Red, abren una nueva grieta y permiten que entre algo más de aire en un mundo irrespirable. Nótese bien que Lourdes Hernández no pretende convertir a nadie, ni insinúa que nadie deba pensar como ella. Da por supuesto que su opinión se respetará, como ella misma respeta la de los demás. Parece que eso es lo intolerable.