Leganés
El sastrecillo valiente
Añoranza de Fignon
Hablar de Carlos Sastre, con todos los respetos, en la semana en la que ha muerto Fignon es como publicar la crítica de un teatro escolar el día en que David Mamet estrena obra en Broadway. Pero nos puede valer la percha para recordarle al casi ex ciclista que un personaje público debe elegir su rol en la vida y llevarlo hasta las últimas consecuencias. El Profesor, parisino antipático (valga la redundancia) e inconformista, nunca quiso ser el yerno ideal. Concibió el deporte como una guerra entre su orgullo y el resto del mundo que prolongó hasta más allá de la línea de meta; entendió que pedaleando se podría ganar dinero pero que con el show permanente se ganaba más. Entre su combatividad, su talento y su condición de bocazas convirtió el ciclismo en un espectáculo.
Si los patéticos juegos florales de Contador y Schleck en el pasado Tour los montan con Fignon en activo, ¿se hubiera limitado a una rajadita a posteriori como la de Sastre? Un veterano con galones, un auténtico campeón, incluso sin estar en plenitud de facultades, hubiese puesto orden en el gallinero y no habría admitido tamaña estafa a los espectadores. Si Sastre consideraba «de niñatos» la actitud de sus rivales, ¿por qué no puso a sus gregarios a tirar como demonios para, al menos, obligar a las damiselas versallescas a echar el hígado? Pues porque no quería enfadarlos por ver si le permitían colarse un día en una escapadita y arañar una etapa.
Es el triste signo de unos tiempos marcados por el escaso carácter de los deportistas, que ya no son insobornables competidores, sino practicantes del enjuague y catedráticos del tacticismo. Después se preguntan por qué el ciclismo ha dejado de interesar.
Lucas Haurie
El último de los clásicos
Cuando hace unas semanas apareció Sastre en portada de los diarios deportivos diciendo que el ciclismo se había convertido en una patraña de niñatos, algunos le pusieron una cruz y otros levantaron mucho las cejas. En medio de un Tour marcado por las carantoñas mutuas, los gestos para la galería y las llegadas de la mano, un tipo se permitía decir en voz alta lo que muchos pensaban. El último Tour, con Contador midiendo al milímetro ventajas y recorridos, Andy Schleck siguiendo su estela sin atreverse a carraspear y Cancellara ejerciendo de portero de discoteca para que no tiraran los que llevaban calcetín blanco mientras no se recuperasen los favoritos, se convirtió en un tostón ciclístico, muy alejado de los duelos de leyenda que nos mantenían pegados al sofá esperando las arrancadas de Perico o el ritmo de cumbia machacona de Miguelón.
Pero entre todo el ciclismo políticamente correcto de este año, levantó la voz un tipo de Leganés con formas de castellano viejo. «Para», le dijeron, «hay una caída». Sastre se encogió de hombros y apretó el pedal, dejando claro que él había venido a intentar ganar una carrera y no a hacer la versión sobre ruedas de Sonrisas y Lágrimas. El gesto le pareció feo a más de uno, pero no era más que la confirmación de que queda ciclismo del de siempre, del que reúne corredores y no pandillas de Verano Azul, de tipos con hambre de gloria que no saben de cálculos de probabilidades sino de rampas y piñones, de aprovechar circunstancias de carrera antes de que esa misma carrera le juegue a él una mala pasada y se beneficie otro. Quizás sea Sastre el último de los clásicos, el último ciclista de mandíbula apretada y riñones de titanio.
María José Navarro
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